No me siento el escritor del momento ni alguien exitoso. Si yo escribo un libro y alguien lo publica, si yo invento una serie y alguien la filma, me siento la raja, eso sí. Los otros libros que he hecho no tuvieron el éxito de mi último libro, La historia secreta de Chile, pero tengo súper claro que el factor exitoso es la historia y el interés que la gente tiene en ella. Me siento más bien un vehículo de eso. Ya estoy viejo, no tengo 25 años, tengo 46, entonces no me seduce tanto el asunto del éxito. Es un accidente bonito que está ocurriendo y que me permite hacer ciertas cosas, pero ya pasará. Que me ofrezcan proyectos me permite producir todo el resto; que me paren y se quieran sacar una foto conmigo, que me pidan firmar cosas, lo veo como servicio.
Me dan pudor los halagos. No sé cómo reaccionar, no quiero saber cómo reaccionar y no quiero acostumbrarme. Cuando florecen, cuando hay momentos en tu vida en que florecen, no quiero acostumbrarme por la misma razón por la que no quiero abusar de la plata que gano, porque puede no haber después, porque no quiero abusar de nada, porque todo puede faltar después. Por lo mismo, me mantengo en un estado muy fome y plano de no pescar, de no expectativa, de no abuso, de no exageración. Por lo mismo, los halagos me complican.
La pobreza marcó mi vida. Mi casa de Valparaíso era de madera, chica y vivíamos de allegados en la casa de mi abuela. Mi mamá y mi hermana dormían en una pieza, yo en otra. Era una casa muy calurosa en verano y muy fría en invierno. Recuerdo las carencias, las escuelas públicas, los cumpleaños con pan tostado con mantequilla y las tortas de piña. Allá tenía cuatro o cinco amigos. Todos sin papá, todos con algún tajo, herida o piedrazo de alguna manifestación. Todos pobres. Nos recuerdo caminando por Valparaíso todo el día, porque no había plata ni para comerse un completo. Era un Valparaíso agonizante y frío. Era un cementerio. Hoy no me siento ni tan santiaguino ni tan porteño.
De chico fui muy asustadizo, muy temeroso. La primera imagen que tengo de infancia es de mucho miedo, pero también de mucha valentía. Le tenía temor a mi sombra; me tapaba hasta la nariz, porque tenía miedo de que me mordiera un vampiro en la noche. Tenía miedos religiosos: mi abuela me llevaba a la iglesia, yo veía estas estatuas de personas sanguinolentas clavadas, agarradas a latigazos, y me daban pavor. Tenía temor del contexto político en el que me tocó crecer, que fue la dictadura de Pinochet, temor de los carabineros, temor de la policía política. Todo iba en contra, pero también tuve el valor de superar eso y salir a las calles, ser un tira piedras, armar una banda de punk, meterme en problemas y meterme en las patas de los caballos.
Siempre me ha costado encajar. He sido siempre una cucaracha del borde. Me siento orgulloso, aunque otras veces me da lata. No soy de grupos y me pasa que cuando hay dos personas es increíble; cuando hay tres, uno parece un jefe; cuando hay cuatro, uno para mí es un policía y se me arma un enredo.
Cuando joven fui punk y tuve una banda musical. Para mí, ser punk fue una rebeldía con la historia que me tocó vivir. De niño fui el más chico del curso, era muy flaco, mateo y tenía gustos raros, por lo que siempre fui el blanco de bullying por excelencia. Ser punk fue una forma y un modo de enfrentar el abuso político en el que vivíamos. Estábamos día a día violados política y socialmente. Las vías que había en ese momento, que eran incorporarse a alguna juventud de algún partido, se me hacían medio incómodas, porque los partidos eran un poquitito fascistas en esa época. De ahí en adelante tengo un tema fuerte contra el abuso. Como este mundo no es muy dado a la solidaridad, estoy en constante alerta contra esas situaciones.
Las redes son como un espejo. En Twitter no es que tu timeline esté pesado un día, no es que sea quejón, tú elegiste a esas personas y elegiste a ese timeline. Ya no le hago asco al bloqueo en redes sociales. De alguna manera es un reflejo de lo que tú elegiste también. En redes soy alguien al que vienen, pero el líder no es nadie sin la gente. Hasta hace unos meses, aceptaba a cualquiera en mis cuentas, pero a raíz del éxito del libro los ataques recrudecieron y ahí tomé la decisión de que quien no está dispuesto a dialogar e insulta abiertamente, se bloquea. Si alguien de cualquier espectro político se acerca y conversa, el descueve, súper bien. Si alguien se pone pesado, insulta, no voy a querer hablar con él.
En el mundo literario no hay ni más ni menos envidia que en otros nichos. Lo que sí hay es esta deformación de que si vendes mucho, probablemente tu producto es malo. Conozco autores que evaden las fotos y buscan dibujar un perfil bajo, subversivo de rincón, porque lo entiendo: en Chile la literatura no da plata, no da fama, sólo da prestigio, y el prestigio te lo da la academia. Como yo escribo libros, pero no pertenezco a ese mundo, me da lo mismo ir al Buenos Días a Todos, porque no me importa que a un crítico de la Universidad de Chile le duela que yo no sea marginal y que aparezca en un matinal. Me da lo mismo. Yo hago lo que quiero y no le pido permiso a nadie.
No tengo rollos con la edad. Igual trato de cuidarme: hago ejercicio de elongación, chi kung, algunas lagartijas y ejercicios de mancuernas. No lo hago por vanidad, porque soy flaco y no dejaré de serlo, sino que para mantenerme bien. Quiero poder seguir subiendo tres pisos corriendo la mayor cantidad de tiempo posible. Tengo mucha actividad física, porque quiero poder seguir teniendo sexo sin ahogarme. Quiero seguir subiendo escalas, poder hacer las cosas que he hecho en los últimos 40 años tranquilamente. Pero vanidoso no soy. Mi mamá me reta, porque salgo con una polera fea, porque me entrevistaron y tengo el cuello roto o porque ahora que salgo en la tele me tengo que vestir mejor. Eso habla de mi vanidad.
Soy motoquero y antes era motoquero suicida. Me encanta la moto, porque es una forma de correr el riesgo de matarte todos los días. La moto es la última posibilidad de tener aventura en la ciudad. Me encanta esa sensación de libertad, de fragilidad, de violencia que tiene. Me da una perspectiva distinta del riesgo y de la muerte. Empecé a andar viejo, como a los 28 años, y de ahí no me bajé más. La movida más chora fue haberme ido con mi papá y mi mejor amigo, los tres en moto, a San Pedro de Atacama, desde Santiago. Cruzamos el desierto en una aventura bien terrible, pero bien bonita. Llegamos casi accidentados y muy mal, pero lo logramos.
En Gabriel, mi hijo de nueve años, veo mi antítesis. Soy bien duro para criarlo, pero él no lo resiente. El es muy rayado, y muy creativo, y muy parlanchín, y yo soy muy callado. El es súper libre, súper sociable, es chistoso y todos lo quieren, no como yo a su edad. Mi crianza es dura en el sentido de que yo no creo que los papás sean amigos. No creo que los papás estén ahí para darles un espacio de absoluta libertad a los hijos. Creo que lo mejor que le puedes regalar a un hijo es disciplina y voluntad en un contexto de mucho amor, porque a un cabro chico al que lo dejan hacer lo que quiera, después es esclavo de su incapacidad de controlar sus deseos. Si le regalo eso a Gabriel, van a ser herramientas con las que va a poder convertirse en lo que él quiera.