Cuando chico, haciendo de acólito en una misa me meé. Estaba revestido con una túnica que me tapaba entero y teniendo la patena para la comunión mientras lo hice. La ceremonia se veía muy solemne y no me atreví a salir. No recuerdo la edad exacta, pero era grandecito como para andar meándome. Por suerte, me cubrió la sotana de acólito mientras sacudía los pies para no mojarme tanto. Debe haber quedado una poza al lado del cura en la fila de la comunión. Creo que nadie se dio cuenta en el momento, pero terminó la misa, salí corriendo a la sacristía, me saqué la sotana y escapé al auto donde estaban mis papás. No me vieron nunca más la cara en ese lugar.

No soy de lágrimas fácil. No diría jamás "estoy mal" o "lo estoy pasando mal", porque me da pudor. Puede ser que llore alguna vez en privado y tapado con las sábanas, pero son veces muy contadas. Mi teoría es que los niños no lloran, pero las niñas sí lo hacen. Suerte por ellas, que pueden hacerlo. Ahora, no digo que los niños no lloran como una máxima que desee, pero es una cosa que sí experimento. Tengo pudor con la queja; me cuesta mucho soltar y liberar cosas. Puedo ser más extrovertido en las que no me importan tanto, pero en las que me importan soy tremendamente cerrado y hermético emocionalmente. Un burro emocional.

Desde hace varios años me llama más la amistad con las mujeres que con los hombres. Me gusta la compañía de ellas como amigas y como todo. Hoy no estoy soltero. Estuve casado a los 30, me separé, y los 40 van bien entretenidos. Me dolió mi separación, dejar la casa y dejar a mis hijos. No andaba llorando todo el día, pero viví una etapa de quiebre en la que a veces se hacía difícil estar parado. Es doloroso cuando un proyecto fracasa y cuando un mundo de afectos se rompe, pero no vale la pena por eso dejar de pasarla bien. No estamos para pendejadas: una puerta se cierra y muchas ventanas se abren.

Ser dueña de casa no es una cosa tan difícil como las mujeres lo cuentan. Está muy alharaqueado eso. Seguramente se debe a que ellas se preocupan demasiado, y puede ser. Pero pasa que si uno se preocupa un poco menos, la convivencia interior doméstica funciona sin gran dificultad. Quizá en mi casa, a una mujer le costaría vivir tranquila, porque hay cosas acumuladas. Hay muebles que nunca estuvieron pensados para tener libros encima. No tengo el mal de Diógenes, en todo caso. Son todas cosas que uso, pero que hay que darles un lugar. El orden y la planificación son asuntos que no se me dan fáciles.

Algo sé de las terapias: he estado acostado en el diván tres veces a la semana durante nueve años. Después, cuatro años más sentado de frente al psicoanalista. Algo sé del tema. No ha habido terapia lo bastante poderosa para romper la armadura que te contaba, pero me sirvió mucho ir. Es una tarea que quien puede, debería hacer. Empecé con que me sentía desdoblado, uno que vivía y el otro que lo miraba. Podía ser el mejor asesor emocional del mundo e incluso hablar de mí con bastante lucidez, pero yo no me vinculaba enteramente con el que me percibía. Esto se terminó cuando me di cuenta de que no era un problema, sino una condición. La condición del narrador.

El vino es un placer por el que he perdido toda la culpa. No se puede conversar con la boca seca... Además, las conversaciones con algún vituperio se transforman en el camino, cosa que siempre es muy enriquecedora. No se quedan donde mismo. Son distintos personajes en distintos estados los que avanzan en la conversación. Otro placer culpable es la película Un lugar llamado Notting Hill. Es que algo me provoca la Julia Roberts.

He probado varias drogas. Tengo una muy buena lista de ellas. Creo que he consumido todas las tradicionales. También el ayahuasca en el Amazonas, opio en Egipto y en El Cairo fumé heroína y quedé ciego. La más bonita de todas es el ayahuasca. Es una experiencia que le recomendaría a cualquiera; no es una droga de diversión, sino de introspección y de conocimiento. Nunca he sido drogadicto, pero las he probado por curiosidad. Y he visto cada cosa…

Comencé bastante tarde a sentir miedo. He pasado situaciones de miedo en las que no sé si tuve miedo. Una vez me agarró la CNI, me metieron adentro de un auto, me pasearon por Santiago con una pistola en el cogote, andaba con las manos amarradas, no sabía dónde estaba y me dejaron tirado, después de muchas amenazas, en un sitio eriazo como a la una de la mañana. Me agarraron junto a dos amigos por estar rayando unos muros contra Augusto Pinochet. Debo haber tenido unos 19 años. Se me vino esa vez a la cabeza la Carmen Gloria Quintana, Rodrigo Rojas Denegri y los degollados. Nunca tuve mucho cuidado, a decir verdad, e hice muchas cosas que hoy no haría… Miento, las haría todas de nuevo.

No me interesa la pregunta sobre si existe o no Dios. Dejó de interesarme hace un rato. De adolescente era sumamente religioso, de esos que iba a rezar en los recreos. Conocí curas que vivían en poblaciones y con ellos surgió mi interés por el lado marginado de la historia de Chile. La religión me convocó mucho. De hecho, después de estudiar en Chile, donde pasé por Derecho en la Universidad de Chile, y luego Literatura y Filosofía, me fui a estudiar Historia del Arte a Italia. Eso fue, de alguna manera, continuar recorriendo historias religiosas. Ahí creí haber visto la película completa y se me terminó el período de creyente.

Trabajé de archivista en la Revista Paula. Era medio vago, pero no por mí, sino que por la pega. Antes, empecé escribiendo críticas de arte en Las Ultimas Noticias y después columnas de opinión. Después de eso llegué a la Paula. En ese lugar no hacía absolutamente nada, simulaba que trabajaba, lo que lo hacía ser un trabajo esforzado. A veces la gente pasaba y yo parecía bastante concentrado y ocupado, pero lo que estaba haciendo en realidad era escribir poemas. Sólo me distraían para pedirme el número 405 de la Revista Paula del año 88, cosa que sucedía muy rara vez. Finalmente, y después de tres extraños meses, me fui, porque no tenía mucho sentido estar ahí. Hice, eso sí, grandes amigas.

Estudié en el Verbo Divino, pero desde muy chico percibí una anomalía en mí. Tenía parientes exiliados, entonces manejaba información sobre cosas que estaban pasando, algo que en mi colegio no se daba. En ese colegio mi gente más cercana fueron los profesores. Pasé a vivir la vida de ellos que, al interior de un colegio súper burgués, fue entrar en una gigantesca dicotomía. En algún momento empecé a generar cercanía con un profesor de literatura que me pasaba libros y conversábamos sobre esa época con otros profesores. Mientras mis compañeros se dormían tranquilos, nosotros nos emborrachábamos cerca del Estadio Nacional. En ese tiempo yo vivía en Vitacura, y esto no tenía mucho que ver con ese lugar.

Lo que más me gusta en el mundo es pescar. Mis primeros recuerdos de infancia son en una roca a la orilla del mar, con una rodela y una liana pescando. Me pasé horas de horas y años de mi vida en eso. Es algo muy misterioso, porque consiste en echar la punta de un cordel a una inmensidad con la esperanza de algo a primera vista muy improbable y que de acontecer constituye una maravilla. A todas las partes donde voy llevo una liana para pescar.

Por mi origen, siempre me quieren joder. Es como cuando un rico rotea a un pobre, pero al revés. Por lo mismo, no me interesa hablar de mi familia ni de mi apellido Chadwick, porque lo he hecho muchas veces y ya es un lugar común. En mi familia siempre se vivió un clima muy democrático, siempre se trataron con mucho respeto las ideas del prójimo. Ellos son gente a la que aprecio y por la que tengo la mayor simpatía. Uno es muchas cosas más que la clase social de la que viene y de la que, quizás, nunca pueda en verdad escapar.