CONFIESO que fui uno de los que miró con esperanza la llegada de Jorge Bergoglio al Vaticano. En un momento especialmente complejo para la Iglesia Católica, tanto en el mundo como particularmente en Chile, las primeras señales que daba Francisco eran decididamente auspiciosas. Un sacerdote que hacía gala de una sencillez que no habíamos observado en sus predecesores, y que repetidamente alentaba gestos y promovía acciones hacia las personas más humildes y desamparadas.

Se trataba, siempre supuse, de la posibilidad de generar un cambio importante en las cúpulas de la Iglesia, para que genuinamente se volcaran hacia el mensaje que subyace al evangelio, abandonando un discurso excluyente e hipócritamente moralizante, especialmente a la luz de la prácticas y conductas que en su seno se han reiterado.

El video donde el Papa se refiere a la situación del obispo de Osorno ha generado gran rechazo entre católicos y no creyentes. La decepción no necesariamente apunta a la defensa que Bergoglio hace de un sacerdote al que se acusa de haber sido parte de la red de encubrimiento de los delitos cometidos por Karadima, posición que todavía se debate al interior de la Iglesia, especialmente por quienes no poseen (o no han querido poseer) toda la información disponible. Por el contrario, lo que resulta sorprendente es la forma y los adjetivos que Francisco utiliza para referirse a quienes han defendido y bregado por una postura distinta.

En efecto, tratar de “tontos” y “zurdos” a quienes manifiestan una legítima aprensión en torno al mentado Juan Barros, no sólo constituye una gratuita e injusta ofensa hacia una parte de la comunidad que ve con preocupación la señal que esta promoción transmite, sino que, todavía peor, es una grave afrenta a las víctimas y a la valiente lucha que ellos han decidido sostener, haciendo todavía más pesada la cruz que soportan hace años. Primero, porque el uso de la palabra tonto, sinónimo de imbécil o “boludo”, supone un acto de intolerancia mayor que menoscaba la capacidad de compresión de quienes han efectuado una valoración distinta frente a los mismos hechos, suponiéndoles una debilidad en el discernimiento y atribuyéndoles escasa fortaleza moral de sus juicios, en la medida que también les reprocha haberse dejado influenciar por otros.

Segundo, porque catalogar a esos otros de “zurdos”, no sólo denota un sesgo ideológico que la tarea pastoral sugeriría mantener en reserva, sino también porque, nuevamente mediado por el sectarismo, revela un desprecio hacia un cierto espectro político de ideas, alentando un negativo estereotipo hacia todos quienes las profesan.

Es lamentable que este Papa haya así empleado dichas palabras, las que también fueron aquí reiteradamente utilizadas en el pasado para referirse a personas como el padre Alberto Hurtado, otro sacerdote jesuita. Y, de la misma forma, no tengo dudas de que “tonto” y “zurdo” serían los vocablos con que se describiría al propio Jesucristo, si hoy difundiera de manera presente su mensaje entre nosotros.