Hace siete años cerré la puerta de mi casa y me puse a llorar. Desconsolada. Mi hijo mayor, de 24 años, se iba de la casa para vivir con su polola y yo tenía una angustia tremenda. Rogaba que le resultara y le fuera bien con esa niñita, pero en el fondo sabía que no iba a resultar. Ella tiene problemas de personalidad -diagnosticados- pero estaban muy enamorados y tenían una hija de un año.

Los papás de ella por un lado y yo con mi marido por el otro, armamos un departamento para que vivieran y no les costara tanto a ninguno de los dos. Eran muy jóvenes.

Esa primera semana sin Rodrigo en la casa fue terrible para mí. No me quería levantar, no tenía ganas de nada. Ni siquiera de regar, y con lo que me gusta jardinear. Entonces, mi otro hijo estaba chico e iba al jardín infantil. Yo lo iba a dejar y volvía a la casa a llorar. Andaba con lentes para que no me vieran los ojos hinchados. Me sentía de verdad mal, no tenía ganas de nada. Me enfermé. Mi marido me decía que era el síndrome del nido vacío, pero yo lo miraba y seguía llorando durante días.

No pasaron ni cuatro meses y Rodrigo volvió a la casa. Había terminado con su polola y la que era su pieza en mi casa, ahora se había transformado en una bodega para guardar los muebles y las cosas de lo que había sido su primer intento por formar un hogar. Mientras tanto, él se acomoda en la pieza de servicio. No lo pasó bien y yo tampoco. No me gustaba verlo así, sufriendo por ella y porque no podía ver a su hija.

A mi hijo lo tuve muy joven, a los 16 años. Estaba en el colegio, recién en tercero medio. Me costó mucho al principio. Era buena alumna y mis papás tenían muchas expectativas conmigo, pero me embaracé. Me casé con el papá de mi hijo, éramos muy chicos y no alcanzamos a durar dos años juntos. De ahí en adelante seguí sola con Rodrigo. Como era orgullosa, en cuanto empecé a trabajar me fui de la casa de mis papás. Me arrendé una pieza y ahí vivíamos. Ellos me ayudaban a cuidarlo mientras yo trabajaba y seguía estudiando.

No sé cómo lo hice, pero después de estudiar varias cosas, me dediqué a las ventas y me fue bien. A los 25 años ya tenía mi casa propia. Chica, pero era mi casa y ahí vivíamos los dos. Tal vez esa misma situación y todo el cariño que le dimos -fue hijo único hasta los 20 años, y nieto y sobrino único durante mucho rato también- lo puso así, tan regalón. Tanto tiempo viviendo los dos solos, me volvió muy aprensiva. Lo protegí mucho, lo cuidé demasiado porque, al final, éramos uno solo. Tanta protección no lo ha dejado madurar, pero de a poquito se la he ido quitando.

Pasaron unos meses desde que había vuelto a la casa y se puso a pololear con una compañera de trabajo. Ella era un poco mayor que él y tenía las cosas claras. Yo creí que con ella le iría mejor porque era más madura. Vivieron siete meses juntos y en ese tiempo, decidieron tener un hijo. Mientras estuvo con ella se veía bien. De hecho, ni siquiera me llamaba. Yo lo tenía que llamar… Pero no duró mucho. La relación se acabó y de vuelta a la casa. Otra vez armamos su pieza y se instaló.

Por esas cosas de la vida, volvió a juntarse con su primera pareja y tuvieron otro hijo más, pero siempre, viviendo cada uno en la casa de los papás.

Toda esta situación ha hecho que mi hijo no se proyecte con nadie más y se cierre a la posibilidad de tener su propia familia. Hoy tiene 31 años y vive en mi casa, con mi marido y nuestro hijo de 11 años.

Me gusta que viva con nosotros. Es divertido vivir con él, siempre anda bromeando, me cambia el nombre cada vez que llega. Juega con su hermano chico. A él le encanta decir que yo soy su mamá y no le importa que le digan mamón. Se ríe, le resbala, le da lo mismo. A mi esposo tampoco le incomoda. Él mismo me ha dicho que ya llegará el momento en que Rodrigo madure y que mientras tanto, tenemos que apoyarlo. Hasta le hemos ofrecido ayudarlo a armar un departamento para que se vaya solo, pero no quiere; se ríe y me dice que no puede vivir sin mí.

A veces mi familia o mis amigas me dicen que ya está grande y que hasta cuándo vivirá conmigo. Una vez, una de ellas me dijo: "¿Y tu hijo sigue bolseando en tu casa?". Eso me molestó mucho y me dio rabia. Los hijos son siempre hijos y siempre son motivo de preocupación, no importa si son chicos o grandes. Siempre lo he apoyado y siempre lo apoyaré. Si se cae, tengo que estar para levantarlo. Si Dios me dio estos hijos es con el compromiso de ser madre hasta el final, hasta el último día de mi vida. ¿Qué se tiene que meter el resto de la gente en nuestras vidas? Yo no lo puedo echar si no tiene un lugar donde vivir. No me importa lo que diga el resto. No tienen derecho a hacer comentarios porque nunca mi hijo le ha pedido nada a nadie. Nos hemos arreglado siempre como familia, sin molestar a nadie más.

Hasta le pusimos "el inquilino" como apodo. Pasa todo el día trabajando, llega solo a comer y dormir. El año pasado, en mi afán de ayudarlo en la independencia, le dije que ya no lavaría su ropa y que él mismo se tendría que cocinar. Como se dedica al fitness, entrena mucho y come platos especiales, con mucha proteína. Así lo ha hecho desde entonces. Se encarga de mantener a sus tres hijos y de sus gastos personales.

Por lo menos ya pasó la época en la que salía a fiestas y carretes. Esos años fueron súper duros para mí. El tenía como 25 o 26, pero se juntaba con cabros más jóvenes. A veces, los fines de semana venía a puro dormir en el día. Si él salía, yo no podía dormir en las noches, me picaba el cuerpo, me despertaba, salía a fumar al patio, entraba, veía tele, hasta que él llegaba… recién entonces me quedaba tranquila. Incluso, cuando veía que venía llegando, le cerraba la puerta con llave para que no pudiera entrar, no sabía cómo controlarlo y al otro día le hacía la ley del hielo. Me daba miedo que se subiera a autos de amigos que manejaban con trago. Hubiera preferido ir a buscarlo con tal de que llegara bien a la casa. Fue difícil, nos agarrábamos del moño. Al final, él terminaba llorando, yo echándolo y mi marido poniendo paños fríos, reteniéndolo y diciéndome que ya maduraría, pero que no lo podía dejar en la calle.

Hoy lo veo distinto, en tierra derecha. Me gustaría que encontrara una mujer y formara una familia. Yo creo que a él le falta un motor al lado, una mujer entusiasta, con proyectos e iniciativa.

No lo veo viviendo solo. Llegando a una casa sin que nadie lo reciba, se deprimiría. Todavía no llega un ancla para mi hijo, pero yo no pierdo las esperanzas.