Soy el menor de nueve hermanos. Ser el más chico fue la condición predominante de mi infancia: cada vez que había una reunión familiar importante, me sentaban en esos paragüeros antiguos, en un asientito donde cabía justo. Sino andaba por debajo de la mesa viendo las piernas de la gente. Tenía la sensación de ser el menor, el marginal, el concho. Eso me creó una timidez básica, un pánico escénico, que se fue pasando con el tiempo.
La población donde yo vivía -la Manuel Montt, por Vivaceta a la altura del 1.800- tenía casas sólidas, de artesanos, rodeada de callampas y conventillos. Era un mundo popular extraordinariamente variado, con mendigos, borrachos en las calles, ladrones, prostitutas. Las peleas a cuchillo eran de todos los días. Una vez, volviendo del colegio, vi a unos tipos peleando a seis cuadras de mi casa: uno le atravesó la guata al otro y éste se sujetó las tripas con la chomba y siguió peleando. Yo tenía unos ocho años. No me espanté. Me quedé mirando.
De niño quería ser músico. Tocaba a escondidas el piano en el que practicaba mi hermana mayor. Pero mi papá le puso llave, porque, según él, me distraía de estudiar. Yo no era su regalón. Me conseguí una ganzúa, abrí la cerradura y seguí tocando a escondidas, hasta que me descubrió y puso otra chapa. Viví tanta frustración musical en la infancia, que me dije que no podía pasar de los 70 sin abonarme en el Teatro Municipal. Lo hice a los 72 y ahora voy sistemáticamente a casi todo: conciertos, ballet y ópera.
Tengo cinco hijos. El menor nació en Inglaterra, donde estuvimos en el exilio entre 1976 y 1985. Vivíamos en Hull, una ciudad cercana al Mar del Norte, que fue muy bombardeada en la Segunda Guerra Mundial. La gente era austera, marcada por la economía de guerra. Hice un doctorado en Historia en la universidad local, una universidad "de ladrillo", no de mármol, como les llamaban a los establecimientos más nuevos.
Mi papá era mecánico y tenía un garaje. Crecí escuchando ruidos de motores todo el día. Pero aprendí a manejar después de los 30 años, cuando me compré mi primer auto. Era un Fiat 1100, cuatro puertas, color blanco, chico, condensado, apretadito y buen pique, lo mejor que ha producido Italia en materia de Fiat. Ese auto lo perdí cuando caí preso. La Dina me tomó en mi casa y se llevaron el auto.
Recibo una pensión por la Comisión Valech. Declaré para acreditar todo lo que me había pasado. Estuve detenido en Tres Alamos y Villa Grimaldi y me echaron de todos los lugares donde hacía clases de Historia: la Chile, la Católica y el colegio San Ignacio.
Fui parte de un grupo musical de exiliados chilenos llamado "Melinka" todo el tiempo que estuve en Inglaterra. Participé en casi 300 presentaciones: en la BBC, en sindicatos ingleses, certámenes y algunos pubs. Tocábamos música andina y cerrábamos con temas bailables. Nuestro máximo hit fue "Guantanamera". Los gringos se volvían locos. Al principio, nos poníamos poncho y todas esas payasadas. Al final, terminamos cantando de civiles nomás.
Soy de clase popular, que es un bolsón amplio en el que hay gente obrera, trabajadores asalariados, vendedores ambulantes y delincuentes. Entra todo el mundo. Pero también soy parte de ese grupo pequeño que se ha destacado en un ámbito -la historia, en mi caso- y al que llamamos "elite".
Viajar "de verdad" es, para mí, salir fuera de Chile. Ojalá eso ocurriera una vez por año. Normalmente, yo salgo por invitación a seminarios, congresos o a dirigir una tesis. Hace dos años fui a México con mi compañera. Fueron 15 días en los que celebramos nuestros 50 años de casados. El año pasado viajé con ella y tres de nuestros hijos con sus parejas en el Expreso Oriente, que se toma en Londres. Paramos en Venecia y Viena. Estos dos han sido los únicos viajes absolutamente turísticos. Fueron a todo trapo.
Antes comía cualquier cosa, pero a estas alturas de mi vida, con 75 años, prefiero la buena comida, la preparación elaborada. Me gusta ir a ciertos restaurantes sofisticados. La comida chilena tiene que ser bien chilena para gustarme. En general, debe estar vinculada al chancho. En Talca he comprado buen arrollado y si voy a Chillán siempre traigo longanizas.
Cuando tengo un problema lo resuelvo cantando. Eso lo aprendí de mi padre. Tengo voz de bajo, pero puedo sacar agudos.
En las vacaciones pasadas me devoré la saga Millenium, de Larsson. La narrativa de esos libros tiene la rapidez de una película y te va atrapando con situaciones que no se resuelven, contadas con frases cortas y rápidas. Tiempo atrás me pasó lo mismo con El Código Da Vinci, pero, en general, leo historia.
La muerte no es tema para mí. Me preocupa más cómo llego: nada me gustaría menos que ser un viejo no valente. Trato de mantener un corazón potente con actividad física: salgo a correr una vez por semana. Si puedo, dos. Me compré una bicicleta fija para estirar las piernas cuando paso mucho tiempo sentado al computador.
Siempre me ha ido bien como profesor, aunque al principio me ponía muy nervioso. Los jóvenes confían en mí. Una vez, un inspector de un colegio me preguntó qué tenía yo, que los cabros se me pegaban. Pienso que debe ser porque converso con ellos, los escucho y respeto sus personas. El otro día, en el Liceo de Aplicación, estuvimos desde las 18 hasta las 23 conversando de lo que estaba ocurriendo en Chile. Nunca me imaginé que iba a ser parte de un movimiento social vivo. Yo los había estudiado teóricamente. Ha sido una sorpresa.S