Cocino todos los domingos, no importa el trabajo que tenga ni el cargo. Me gusta mucho. Me queda muy bien la comida thai, que descubrí en un viaje con mi marido.

A fines del siglo XIX, mi bisabuelo Max van Rysselberghe se embarcó a los 18 años en un barco de investigación científica. Navegó por los mares australes hasta llegar a la Antártica. Era un viaje de seis meses, pero se quedaron atrapados en los hielos dos años. Los dieron por muertos, pero salieron al mar abierto dinamitando el hielo. Cuando regresó a Bélgica conoció a la hija del ministro de Obras Públicas de Balmaceda, una joven bien alocada para la época. Me gusta pensar que soy fruto de un aventurero y una deschavetada.

Hasta que cumplí siete años, mi familia vivió aclanada en la casa de campo de mi abuela en Lonco, entre Concepción y Chiguayante. Ahí estaban los cuatro hermanos de mis papás, con sus señoras e hijos. Muchas personas en una casa gigante.

Me costó muchísimo aprender a escribir mi apellido. Entré a primero básico en la Alianza Francesa a los cuatro años, porque me aburría en la casa. Como todo era en francés y yo era tan chica, aprender a escribir Van Rysselberghe me costó. En los dictados me bajaban puntos por escribir mal mi apellido.

La política me atrajo en la universidad. A los 16 entré a estudiar Medicina a la Universidad de Concepción. Era comienzos de los 80; el despertar político. Yo quería estudiar, pero no podía por las tomas. Me metí a los movimientos gremiales para colaborar y tener clases. Alejandro Navarro era presidente de la federación de estudiantes. Yo traté de ocupar ese cargo, pero perdí todas las elecciones.

A mi esposo lo conocí en la calle. Era amigo de una amiga. Salimos a comer y a los tres días estábamos pololeando. A la semana decidimos casarnos y a los tres meses lo concretamos.

No pensaba ser intendenta, todo estaba acordado para que fuera otra persona. A mí me gustaba mucho ser alcaldesa, lo hacía bien, tenía tremendas votaciones. Por eso me sorprendió que tres días después del terremoto me llamaran para ofrecerme el puesto. No tuve opción de decir "no". Había protestas masivas, desabastecimiento, saqueos. Había que ordenar.

Salí de la intendencia debido a una muy mala forma de expresarme, nada más. Por tratar de ser eficiente, probablemente cometí muchos errores. Me dio pena tener que renunciar, pero más me desilusionó la reacción de muchos de los que supuestamente eran mis amigos. Tuve que salir para terminar con el desorden y las declaraciones cruzadas dentro de la Alianza, que estaban dañando al gobierno y a mí también.

Fue raro el primer día después de dejar la intendencia. Me desperté y quedé desocupada. Me aburría. Pensé en volver a ejercer la siquiatría y en crear un centro de estudios políticos, pero al final aborté la idea.

Antes de dormirme, lo último que hago es ver tele, si no me desvelo.

Tejo a telar. El año pasado decidí aprender. Llamé a una tejedora de Curacautín para que me viniera a enseñar a la casa. Estuvo un par de días y no he parado. Me compré un telar con el que hago pieceras y telares decorativos que ahora vendo en mi tienda, donde además están mis trabajos en fieltro y las cerámicas que pinto.

Ahora que soy mini empresaria con mi boutique, me doy cuenta de lo difícil que es hacer negocios para las personas comunes y corrientes. Los pequeños empresarios se sienten abusados por el sistema. Hay varios vacíos que se deben subsanar, partiendo por el trato de los bancos.

Nunca había pensado en poner una tienda. Creo que tengo buen gusto, aunque lo desarrollé tarde, porque era medio hippie en la universidad. Ahora aconsejo a mis clientas.

En la política hay mujeres que se visten muy bien, como Andrea Molina, que es estupenda; Angélica Cristi y Carolina Goic. Por supuesto, otras lo hacen mal, sobre todo porque les falta picardía.

Las mujeres de la Alianza se visten, en general, mejor que las de la Concertación. Nosotras cuidamos mejor nuestro aspecto porque hay una especie de prejuicio en la izquierda, donde arreglarse es considerado sinónimo de frivolidad.

Quería volver a un cargo de elección popular. Me di varios meses para pensar si el camino era la municipalidad o el Congreso, evaluando si el cargo de senador era compatible con una relación cercana a la gente. Concluí que, además de legislar, los parlamentarios tienen influencia directa en las personas, sobre todo en regiones.

Me parece natural que a más de alguno le moleste mi aspiración de llegar al Senado. Soy una candidata potente y, por eso, pongo nervioso a más de alguien.

El fin del doblaje de la Concertación está garantizado con mi candidatura. Más aún, creo que está asegurada una senaduría para la UDI. No va a ser fácil, pero voy a trabajar para ser la primera mayoría. Me tengo fe.

Si fuera senadora no votaría a favor de una ley que legalice la marihuana. Hace un tiempo se dijo que mi marido tenía plantaciones de marihuana en su campo y que yo lo había autorizado como alcaldesa. Todo eso es mentira: el fundo no era de mi marido y lo que yo hice fue mandar los antecedentes judiciales al Instituto de Salud Pública.

Mi mayor placer culpable es tomar pisco sour, que tiene muchas calorías.