Estamos grabando la sexta temporada de Los 80, ambientada en 1988. Este año tocamos el plebiscito, y está enfocada más que todo en la historia de los personajes, más que en la política. Nancy Mora, mi personaje, tiene algo de mi feminismo, aunque ella fue medio obligada y lo mío fue por opción, sin ser acérrima. No ando rompiendo sostenes. La Nancy es madre soltera, en un momento en Chile en que eso era muy mal visto.

Mi papá era polaco. Llegó en el 50 a Chile. Le tocó pasar la Segunda Guerra Mundial en Polonia: después de la guerra, lo pillaron inconsciente, casi muerto de hambre, y no supo cómo llegó a París y lo becaron en La Sorbona. Después se vino a Chile a buscar nuevos mundos. Se vino con esposa y un hijo. Después conoció a mi madre.

Nací en la primavera de 1964, dentro de un matrimonio de mamá, papá y mi hermano mayor, Matías. Fue una época de felicidad. Mi hogar era bello, un departamento de dos ambientes frente al Forestal. Me acuerdo del olor de los óleos en mi casa, mi papá pintaba. También el de la cocina, de mi madre.

Estuve 13 años en un colegio de monjas, el Santa Familia, en Unión Latinoamericana. Me matricularon ahí porque era el colegio más cerca de la casa, y la filosofía de mi papá era esa: que los niños fueran al colegio que quedara más cerca. Lo religioso fue un accidente, porque si hubiera sido japonés, sabría hablar japonés.

Soy regodeona con la música. Me gusta mucho la música docta, que se escuchaba harto en mi casa. Me gusta la época del romanticismo, pero no la del clasicismo.

Me gustan mucho los rompecabezas, esos de 1.000 piezas, para el verano, en el patio de la casa. Me relaja. Pero no tengo un hobby en particular, depende de la Luna. Cuando tengo tiempo hago yoga, me ha dado por bordar y por pintar.

No fui a la universidad. Mi papá era muy mayor y tuvo mala salud. Tuvo un primer infarto cuando yo tenía ocho años. Y luego vinieron más cosas, entonces empecé a trabajar chica, porque la situación económica en mi casa no era la mejor. Desde los 15 no paré.

Mi primer trabajo fue como modelo en Sábado Gigante, el 81. Llegué ahí por amistocracia, como funciona todo en este país. Tenía un muy buen amigo en el canal, sabía la situación en mi casa y habló con mi mamá. Los concursos se grababan en un solo día, entonces yo salía a las 2 del colegio, pasaba a almorzar a mi casa y me iba para allá.

A los 18 años me casé por primera vez. El tenía 27. Nos fuimos a Arica. Hasta entonces yo no tenía idea de lo que era la violencia intrafamiliar. En mi casa jamás vi algo parecido. Empezar a vivirla ya casada fue un balde de agua fría. Me quedé callada seis meses, hasta que vinimos a Santiago. El trató de golpearme en la calle y yo corrí donde mi mamá. Ahí le conté. Yo también me enfermé. Llegué a pensar que los golpes que recibía los estaba mereciendo. Tuve asistencia siquiátrica para superarlo.

Llegué a la actuación estando en Canal 13. En ese tiempo se hacía el programa Teleduc. Empecé a trabajar allí y luego derivé al área dramática. Mi primera teleserie se llamó La invitación, en 1987. Ahí empecé a conocer a mis futuros colegas, futuros maestros también. Desde entonces, ya van 20 teleseries. Ni una me ha marcado la vida.

Mi hermano Matías partió con un problema al hígado. Le diagnosticaron un tumor cancerígeno. Lo desahuciaron y lo mandaron para la casa con calmantes. Con mi cuñada y la familia empezamos a buscar opciones alternativas. Empezó a tomar gotitas y también el famoso veneno del alacrán, que me traía mi amigo Juan Falcón. Al año, mi hermano mejoró. Dos o tres años después, le diagnosticaron otro cáncer, que incluso le podía significar una amputación. El se negó a todo. Falleció hace dos años, una semana antes de cumplir los 60.

Mientras mi hermano estaba enfermo, cultivé marihuana en mi casa para él. Un médico se lo aconsejó. Mi hermano tenía dolores, no dormía bien, comía poco. Planté unas semillas y cuando crecieron las llevamos hasta la casa de mi hermano. Nunca me sentí delincuente ni culpable por hacerlo. Al contrario, era un gesto de amor.

Yo no consumo marihuana. La he probado, pero no la consumo.

Mi hija se llama Micaela Kowaleczko Pérez. Tiene 15 años. Lleva mi apellido y el de mi ex marido -no el padre biológico-, porque ella lo quiso así. Su progenitor la abandonó cuando era aún un bebé.

Cuando mi hija tenía ocho años hicimos un viaje a Isla de Pascua. Allá nos recibió una familia rapanui. En una de sus tertulias nos contaron una leyenda, una historia de amor. La tortuga era trascendental en el relato. Era el símbolo del amor eterno, más allá de la muerte. Mi hija se emocionó tanto, que me preguntó si cuando yo muriera iba a ser su tortuga. Me estremeció. Le dije que sí, y ella replicó que, si se moría antes, ella iba a ser la mía. "¿Y si nos tatuamos una tortuga?", me dijo. Le dije que estaba muy chica, que se esperara hasta los 15, pensando que se le iba a olvidar. No fue así. Cuando cumplió 15, viajamos para allá y nos tatuamos. Yo la tengo bajo la cintura, en la espalda, y la Micaela entre los omóplatos.

Me gusta dormir sola. El acto de dormir es solitario. Es como leer un libro. Siempre me molestó dormir con alguien al lado. En el verano me molestan las cucharitas, los ronquidos, que te arrinconen.

Vivo en El Arrayán hace 15 años, en una cabaña de madera, con mi hija y mi mamá, de 75 años. Me fui a vivir allá por el entorno, sin ruidos urbanos, sin semáforos. El paisaje es tierra, árboles, hierbas, pasto, árboles frutales. Tengo peras, manzanas, naranjas, limones, membrillos. Todas las mermeladas que comemos las hace mi mamá con las frutas que crecen allí. Mi casa es mi desconexión del mundo.