Nací prematura, porque a mi mamá se le desprendió la placenta a los siete meses de embarazo. Mis hermanas nacieron en Viña y yo iba a nacer allá también, pero a mi mamá le pasó esto y tuvo que ir de urgencia al hospital de San Felipe. Nací el 31 de enero de 1989, en un parto atendido por un médico que nunca antes había atendido uno.
Mi mamá se llama Beatriz Soler y pinta. Mi papá tiene un molino de harina que heredó de mi abuelo. Yo iba a jugar al trigo, cargaba sacos con los peonetas, pasaba el día metida ahí. Nunca fui de jugar con muñecas, soy más del campo. Siempre estaba en el patio con las ovejas, chivos, conejos, pájaros, perros, gatos, gallinas.
Estudié en el Colegio Alemán en San Felipe. Era muy hiperquinética y siempre lideraba a todos. Llegué a ser presidenta del centro de alumnos, llevaba la batuta. Metí a mi colegio en el conflicto estudiantil del 2006. Nos juntábamos con los liceos y organizábamos actividades.
Empecé a pintar el 2006. Mi mamá y mi abuela van al mismo taller, del maestro Hernán Meschi. Yo siempre tuve la inquietud de poner colores en un lienzo blanco. Me dio la gana y lo hice. El maestro no aceptaba a cualquiera, mi mamá tuvo que preguntarle. El me conocía como deportista y aceptó. Me desahogué pintando.
El primer cuadro que pinté no tenía nombre, fue una bomba de colores. Después me puse más exquisita con lo que quería hacer. Sigo yendo a clases, aunque menos. Defino mi pintura como surrealista, hay elementos figurativos, pero predomina lo abstracto.
Admiro mucho a Dalí, porque si mi imaginación es muy grande, la de ese hombre me deja chica. Yo soy nivel regional y él olímpico. Era un seco. Tengo libros de su obra y cada vez que lo veo me asombro, es como ver a Hussain Bolt correr.
Partí jugando volei, tenis y esquiaba en los inviernos. Pero la primera vez que agarré la bala en el colegio, llamé la atención. Era mucha la diferencia entre mis lanzamientos y los de mis compañeras. Empecé a preguntarme por qué tenía esta habilidad, para qué.
Voy a terapia desde hace como cinco años. Todos los deportistas van al sicólogo o deberían. Hoy se llama coaching deportivo, pero en mi caso es súper acotado. Con Antonio Estévez, mi sicólogo, entrenamos mi mente en todo sentido, para el deporte y la vida.
Mi sicólogo me recomendó que me tratara con otras terapias mis lesiones y llegué a ésta, el biomagnetismo. Esta máquina resetea un poco el cuerpo, es una sanación que se provoca desde el interior. Es de última tecnología. Acelera la recuperación del cuerpo de forma natural y neutraliza los microorganismos. Vengo una o dos veces a la semana.
Conocí a mi entrenadora Dulce Margarita García en las canchas del que era el Estadio Playa Ancha, cuando yo tenía 15 años. Ella es cubana. Ha sido mi mamá, mi amiga, mi confidente, todo. Siempre estamos juntas.
A los 15 años me fui de mi casa. Pasaba muchas horas viajando desde San Felipe a Valparaíso para entrenar, cinco horas al día sobre un bus. Estaba en el colegio, luego entrenaba, era agotador. Al tiempo me ofrecieron venirme a Santiago y dormía en los camarines del Estadio Manquehue, un subterráneo donde se quedan los equipos que andan de paso. Ahí vivíamos con la Dulce.
Esa fue una de las grandes experiencias de mi vida, aprendí mucho, a despojarme de las cosas materiales, a sobrevivir con lo que tuviera por delante y las posibilidades que se me dieran.
Cuando salí de tercero medio, di exámenes libres en el Colegio Alemán. Me fue bien. Hice mi cuarto medio en el Athletic Study Center, un colegio para deportistas, en Las Condes. Iba de 12 a dos de la tarde.
Cuando se me cruza una idea por la cabeza es muy difícil que alguien la discuta. Si me convenzo de algo, es mejor que nadie intente hacerme echar pie atrás. Yo soy así. Medio bruta en ese sentido.
Estuve cinco años sin estudiar una carrera académica, dedicada 100% al deporte. En ese tiempo me puse a buscar, a mirar, a ver el mundo. Un día me di cuenta de que todos mis libros eran de sicología o filosofía, entonces decidí estudiar. Y ahí estoy, en segundo año de Sicología en la Gabriela Mistral. El tema de la mente es un mundo que me inquieta. Me desvela.
Cuba es un país que me encanta por la gente y su ambiente de relajo. Chile es un estrés total. Yo llego a Cuba y retrocedo 20 años en el tiempo. Te olvidas del teléfono, del whatsapp, de los tacos, y entonces me siento libre. Allá vivo en la casa de mi entrenadora en La Habana, tengo mi pieza y todo. Somos ya una familia. Viajo todos los años para allá; ahora estaré dos meses y medio allá. Voy a entrenar y a desconectarme.
Actualmente entreno nueve horas diarias, en dos tandas. Afortunadamente, tengo los ojos de mi entrenadora sobre mí siempre. Ella me conoce muy bien. Sabe si trasnoché, si leí mucho, si ando cansada, si estoy comiendo mal.
El éxito me lo tomo muy a la ligera. Creerse el cuento es lo peor. Llegué novena en lanzamiento de bala de los Juegos Olímpicos, y claro, lo disfruto, pero no lo hago parte de mi vida ni de los próximos entrenamientos. El éxito es gratificante, pero es tan fugaz como la felicidad de un triunfo.
Cuando lanzo la bala siento el silencio más exquisito y más grande del mundo. Todo está sincronizado. Es pura buena energía la que siento. Es un estado zen, en blanco. Como meditar, pero multiplicado por 20.
Soy totalmente apolítica. Me decepciona darme cuenta de lo que sucede en la política, de cómo actúan los políticos. La política es triste, como un circo pobre. Por eso yo no voto.