Nací en Mendoza, viví solo dos años ahí, pero mis dos primeros recuerdos son de allá: un pasillo con un paragüero y la luz de la mañana entrando por el paragüero. El segundo es mirar para arriba y ver un silo que mi papá había convertido en su taller. Mi papá es arquitecto. Me acuerdo del silo y la escalera, son mis dos imágenes primeras.
Mi mamá era de Viña, mi papá de Argentina. Probablemente fue un loco amor de verano que me tuvo a mí de resultado. Soy el único engendro de mi madre y mi padre, pero sumando por todos lados, tengo siete hermanos. Soy el mayor.
Recuerdo mi infancia siempre moviéndome. Nunca viví por más de tres años en una ciudad. Mi mamá se cambiaba de ciudad, mi segundo papá se cambiaba de trabajo y viajaba mucho, nos cambiábamos con él. Yo siempre era el nuevo. Recuerdo una infancia sin mucho apego a mis amigos y por lo mismo, con harta fantasía. Harta vida mental, era muy fantasioso, me construía mi propio mundo, porque el mundo concreto cambiaba muy rápido.
Mi mamá era bailarina de ballet cuando yo era chico.
Cuando descubrí la muerte era muy chico. Tenía cuatro años y me fui a la cresta. No podía entender la muerte. Le preguntaba a todo el mundo, me obsesioné, tenía a mi familia vuelta loca. Lloraba, lloraba, pateaba cosas porque no podía entender la injusticia que mis seres queridos me iban a traicionar, muriendo.
Había fallecido alguien no tan cercano, una tía me parece. Cuando supe, me acuerdo que miré hacia abajo y vi lleno de hormigas mis pies y la impresión de la muerte versus la vida en ebullición me hizo crack. Tuve una crisis profunda y me llevaron a los curas, al sicólogo, a mi abuelo que era masón que me trató de hablar un montón, pero yo era muy chico. Todo fue muy profundo, súper duro. Eso me marcó. Desde entonces, es mi gran tema la muerte.
Al pueblo Cholguán llegué a los 12 años. Cuando uno quiere ciudad, yo llegué a Twin Peaks. Un pueblo maderero. Era un pequeño Chile, un pueblo chico con dos manzanas, la de los ejecutivos y la de los trabajadores, divididas por una muralla de pinos. Yo vivía en la de los ejecutivos, pero mi polola estaba en el de los trabajadores. Cruzaba por un hoyo los pinos y nos íbamos al bosque.
Fui Lelio hasta los nueve años, luego Campos y a los 30, hace poco, volví a ser Lelio.
Mi padre es Lelio, después mi mamá se separó de él. Yo tenía dos años. Mi segundo papá me da su apellido -Campos-, pero mi mamá se separa de él y yo me quedo con su apellido. Me reencontré con mi padre Lelio cuando era grande. Me buscó él. Simplemente puse las cosas en su lugar, ordenar la casa. No es algo contra alguien, es por honrar mi verdadera historia. Si tengo hijos, quiero que hereden una casa enorme.
Cambiarse el apellido es potente, como esa película de Ken Loach, Mi nombre es todo lo que tengo. Me encanta esa idea. Creo que las palabras son sagradas y los nombres son mágicos.
Me gusta mucho el ajedrez, juego mucho online, aunque tengo un tablero. En Berlín estuve yendo a un club de ajedrez, no entendía nada, pero el ajedrez es el ajedrez. Es un juego muy bello y el tipo de lógica que hay que tener es muy similar a la que monto en una película. Si tú haces algo acá, va a tener consecuencias más adelante. Hacer una película es como jugar ajedrez contra Kasparov.
Yo quería estudiar Cine y no logré convencer a mis padres. Lo más parecido que podía estudiar era Periodismo, pero ese año lo que hice fue preparar mi speech para convencerlos que era más arriesgado ser periodista que cineasta. Les hice gráficos. Me apoyaron, pero yo era un caso perdido. Hoy tiene más sentido, pero hace unos años ser cineasta era raro.
Mi vida es hacer película y pienso todo el día en eso. Es un lujo para mí poder hacerlo. Conozco a mucha gente con mucho talento que no ha tenido esa suerte. Hay una cosa de suerte y uno se forja su destino, pero yo veo cine en todas partes: en el sonido, los diálogos, la luz, el movimiento. La vida es cine.
Sabía que algún día iba a hacer una película con Paulina García. La vi en Oreja, pestaña y ceja cuando chico, después en Los títeres y siempre la miré con veneración. De grande la vi en el teatro. La llamé y le dije que quería hacer una película para ella y en 10 minutos estaba en la casa. Le explicamos la idea y que queríamos hacer la película pensando en ella. Dijo que sí e hicimos un pacto, creyó en nosotros y nosotros en ella. El guión cambió cinco veces completamente, lo que nunca cambió fue Paulina.
Ella logró construir un personaje tan real que la gente cree que existe Gloria y eso es maravilloso. Es un efecto extra cinematográfico. Me gusta escuchar que la gente pregunta cómo son las Glorias de Chile o si conoces a alguna Gloria.
No tengo tele hace cinco años. Me aburrí. La dejé afuera de mi casa y a los 10 minutos se la habían llevado. La verdad, no me hace falta. No tengo hijos, sólo nos molestaba a mí y a mi novia. La realidad que genera la tele es irreal. Sería interesante ver qué pasa con Chile si apagas la tele por un mes.