Si las letras, el cine y el teatro fuesen tres vecinas copuchentas, esta historia sería uno de esos cahuines de barrio contados una y otra vez y de distintas maneras, unas más exageradas que otras, pero conservando siempre el esqueleto de un muerto. El 21 de mayo de 1924, en Chicago, la desaparición de Robert Bobby Franks, de 14 años, paralizó a todo EE.UU. La prensa hablaba de un crimen perfecto, uno sin un cuerpo ni pistas para esclarecerlo. Mientras, los asesinos, Nathan Leopold y Richard Loeb, dos estudiantes de la U. de Chicago de 19 y 18 años, respectivamente, ocultaban las pruebas -un automóvil, una máquina de escribir y el cincel con que le destrozaron el rostro- a contrarreloj.

La descoordinación de sus autores pronto puso los ojos sobre ambos. Si Loeb seguía con su vida como si nada, Leopold -quien se contactó con la familia Franks para reportar un secuestro y pedir recompensa- conversaba libremente con la policía y la prensa. "Si fuera a asesinar a alguien, escogería a alguien como el niñito arrogante que era Bobby Franks", declaró. Días después fue hallado el cuerpo: dentro de unas obras de drenaje, cerca de unas vías ferroviarias en Indiana, apareció desnudo, irreconocible y con sus genitales destrozados a cincelazos el enjuto cadáver de Franks. Leopold y Loeb fueron citados a declarar. Según ambos, esa noche habían levantado a dos mujeres en la carretera para dejarlas en un campo de golf cercano a Chicago. Nunca supieron sus apellidos. La coartada fue refutada por el chofer de la familia Leopold, quien dijo que esa noche él estaba en el garage reparando el automóvil que los jóvenes decían haber conducido.

Acorralados ante una grupo de detectives y uniformados, Leopold y Loeb confesaron su autoría y participación del crimen. Y no solo eso: hablaron, además, de "la adrenalina" que les había generado hacerlo, también de "superhombres", de aspiraciones de cometer un "crimen perfecto", y hasta de un reputado profesor universitario que había puesto sobre sus cabezas la semilla con las ideas más radicales de Friedrich Nietzsche. Hablando con su abogado, Leopold confesó que el crimen fue un "ejercicio de inteligencia" para él, "un experimento", agregó, como si se tratara de un entomólogo que encierra abejas, con fines científicos, hasta asfixiarlas.

Ya tras las rejas, los padres de Loeb contrataron al abogado Clarence Darrow, quien pasaría a la historia por su alegato de más de 12 horas ante un juez: hasta hoy se enseña como una ejemplar oposición a la pena de muerte. Desde luego, su soliloquio conmovió al magistrado, y Leopold y Loeb, señalados como pareja ante el rubor conservador, fueron condenados a cadena perpetua y otros 99 años por secuestro. Fue el primer golpe bajo para la clase alta estadounidense, a pocos años de la Gran Depresión del 29: Loeb fue asesinado por otro reo en prisión en 1936, mientras que Leopold fue liberado en 1958. Luego se mudó a Puerto Rico, donde vivió hasta su muerte.

Desde entonces, el caso de Bobby Franks saltó desde las páginas de la crónica roja al teatro y el cine, aunque sazonado con especias propias de la ficción. Cinco años después del caso, el novelista y dramaturgo británico Patrick Hamilton (1904-1962) estrenó La soga, la historia de dos jóvenes que asesinan a otro a sangre fría, y nada más que por el "interés científico", la búsqueda del crimen perfecto y un afán de superioridad. La gran escena muestra una velada, una cena organizada por ambos y a la que asisten el padre del muerto, su tía, su novia, un amigo y ese tutor que tarde o temprano sospechará de sus titubeos, hasta descubrirlo todo. Mientras, un cadáver aún tibio reposa bajo la misma mesa en la que todos comen.

Hamilton siempre negó cualquier cruce con la historia de Leopold y Loeb, aunque las semejanzas entre ambos y sus protagonistas ficticios, además de otros detalles del caso, recuerdan sin mucho esfuerzo el famoso crimen, aun cuando aquí la víctima es estrangulada con la ayuda de una soga. Como haya sido, la obra pronto se convirtió en un éxito del West End, llegó a las tablas norteamericanas y de casi todo el mundo. Incluso, el maestro del suspense, Alfred Hitchcock (Psicosis) llevó la obra de Hamilton a la pantalla grande, en 1948, protagonizada por James Stewart. El resultado, sin embargo, no dejó nada satisfecho a Hamilton, quien a primeras aceptó sumarse a la adaptación, para retirarse al poco tiempo por "la tiranía" de Hitchcock. Tras el estreno, el autor calificó el filme de "bailes de sociedad sórdidos y prácticamente carentes de significado".

En Chile, en tanto, de La soga se recuerda solo una versión en 1958, a cargo del Teatro de la U. de Concepción. Casi seis décadas después, y bajo la dirección de Luis Ureta, la obra de Hamilton vuelve a escenarios locales como la primera gran apuesta del Teatro UC esta temporada. Traducido por Milena Grass y el propio Ureta (Perplejo), la cena transcurre en la Inglaterra de mediados de siglo XX. La acción ya ocurrió: Benjamín (Carlos Ugarte) y Alex (Jorge Arecheta) aparecen como sombras en la penumbra, al interior de lo que podría ser el living de una casa aristócrata o un frío y lúgubre mausoleo. Murmuran. Arman y desarman el decorado: dentro de un baúl acaban de esconder el cuerpo muerto de ese compañero al que acaban de asesinar. Los invitados ya están por llegar.

"Decidimos hacer un salto temporal, pues el texto original, ambientado en los años 20, hace referencias a películas y actores que podrían parecer lejanos, incluso desconocidos. Aquí, en cambio, se habla de Audrey Hepburn o el mismo James Stewart", cuenta Ureta. La puesta en escena, que debuta hoy en el Teatro UC, suma y resta otros personajes: la tía del muerto, por ejemplo, que según el texto de 1929 y la cinta de 1948 sí asiste a la cena, no aparece en esta versión; y, en lugar del mayordomo, asoma la figura de una sirvienta, Berta, encarnada por Ana Reeves. El resto -el profesor Bruno (Rodolfo Pulgar), el padre (Eduardo Barril), la novia (Samantha Manzur) y el amigo (Esteban Cerda)-, se conservan intactos.

"En un afán por recuperar la riqueza del lenguaje teatral, quisimos poner en valor la poética del texto de Hamilton, pues pienso que la película de Hitchcock, a ratos, tiene momentos vacíos y diálogos sin sentido. Lo que hace Hamilton es mostrarnos a dos jóvenes que pudieron ser Leopold y Loeb, aparentemente homosexuales, aunque solo con sutiles insinuaciones", dice el director. "Lo mismo ocurre con el trasfondo y la vigencia del texto", agrega. "No es así de explícito, pero creo que más allá de la anécdota y el thriller, lo que prima -o debería, por el momento que vive el país- es retratar la impunidad de quienes se han autoproclamado como 'favorecidos' o 'superiores' socialmente. Yo, que solo conocía al Patrick Hamilton que es artista y chileno, descubrí en su predecesor británico una ventana desde la que podemos mirarnos sin compasión".