La gran ventaja de la fragmentación del espectáculo cinematográfico de los últimos años radica en que las películas de un realizador como Eric Rohmer -cuya obra, en el caso de Chile, con la sola excepción de Mi noche con Maud (1969), nunca arribó a la cartelera comercial- se podrán seguir viendo a destajo como modelo de una opción creativa singular, intransferible y tal vez también insuperable.
Rohmer, que como crítico salvó al cine norteamericano clásico de la hoguera de incomprensiones en la cual la izquierda lo mantuvo siempre con extraordinaria miopía, levantó una obra que le debe todo al clasicismo -la autoridad del plano, la presencia física de los actores, la invisibilidad de la cámara- pero que, sin embargo, está en las antípodas de Hollywood.
Filmó películas a su estricta medida: pequeñas, personales y sensibles a sus preocupaciones. Su gran tema fueron los dilemas en la elección de la pareja y conquistó para el cine francés una amplia galería de personajes -hombres atenazados por la duda y mujeres entrenadas en el juego de la seducción- que creían definirse por la racionalidad extremadamente francesa de su discurso, pero que, más que en la palabra, se delataban en las verdades del comportamiento.
A Rohmer le correspondió hacer cine en contextos difíciles, cuando la nueva ola se disoció en una facción que se mantuvo en la ortodoxia (fue donde él se quedó, tal vez con Truffaut), en otra que se subió al carro del cine comercial y en una tercera, con Godard a la cabeza, que emigró al cine político. Defensor incondicional del realismo fílmico, Rohmer protagonizó una polémica memorable con Pasolini a comienzos de los años 70, cuando los enfoques críticos de corte estructuralista llevaron al autor de Teorema a distinguir entre un cine de prosa y un cine de poesía, y a juzgar las películas no por lo que mostraban sino por lo que podían significar. Rohmer, con la sensatez propia de quien tiene las ideas claras, rebatió esas especulaciones, que con el tiempo se transformarían en una dogmática oscura, culturena e incomprensible, y reivindicó verdades sencillas: que se podía ser moderno respetando la cronología del relato; que el cine es representación; que la representación de la representación es como el perro que se muerde la cola; que el primer reto de las películas es mostrar, no significar; que el símbolo y la metáfora pueden ser aún más peligrosos que la dinamita.
Aunque ponía en duda que fuera un cineasta de derecha, sí sabía que no lo era de izquierda. Ser de izquierda, a su juicio, era suscribir el desempeño de gobiernos con los cuales no sentía tener ni un solo punto de contacto.
Profesor de literatura y heredero de una vigorosa tradición literaria que parte con Montaigne, Rohmer fue, claro, un moralista, porque lo que más le interesaba eran los dilemas de conducta, pero su cine no trasunta ni el más mínimo asomo de pacatería. Muy por el contrario. Pocos cineastas han creado en sus películas atmósferas de tanta sensualidad o combustión erótica (La coleccionista, La rodilla de Clara, Paulina en la playa, Cuento de verano…) y en pocos el esplendor de la piel es una evidencia tan concluyente.
No obstante ser considerado un conservador sin vuelta, es difícil encontrar un cineasta que haya roto tantos prejuicios y asumido tantos riesgos. Por de pronto, es una proeza que haya trabajado en los márgenes de los márgenes. Es un portento que haya atravesado incólume distintas modas, tendencias, ciclos y corrientes pasajeras de sensibilidad, que se apagaron tal como se habían encendido, mientras él seguía haciendo lo mismo. Eso no es nada: también se abrió al cine digital, también se codeó con el desarrollo tecnológico en lo específicamente nuevo que éste podía darle, y en una película como La dama y el duque -una inspirada reflexión sobre la voracidad de la revolución- terminó yendo mucho más allá de lo que cineastas más de punta creían posible.
El cine de Rohmer no gusta a todo el mundo. Supone demasiada atención a los detalles y salirnos de esa maquinaria tramposa dentro de la cual toda cinta pasa a ser un espectáculo. Un espectáculo con algo de atrofia por un lado y algo de saturación, por el otro. Rohmer entendía su arte exactamente al revés: desde la sutileza, la complicidad y la mirada. También, desde el pudor de la emoción. Grande Rohmer.