Aunque nació en cuna de oro, hijo de un diplomático uruguayo, Carlos Páez Vilaró descubrió en el conventillo, la fiesta y las danzas populares de su país, el motor de su vida. Tenía 20 años cuando se topó con su primera comparsa en el conventillo Mediomundo del Barrio Sur, en Montevideo. Habitado en gran parte por población africana, Páez Vilaró quedó prendado de la alegría del lugar y terminó instalándose en la vecindad como pintor. "Me metí, me dejé tragar. Subí la escalera de chapa sin darme cuenta que era la escalera del arte", recordó el artista en septiembre pasado, en una entrevista al diario El País. Era la hora de los recuentos.

Páez Vilaró dedicó su carrera artística a difundir e impulsar la candombe y cultura afrouruguaya, a través de murales que repartió por el mundo, esculturas y piezas musicales, donde replicó las comparsas con bongos y congos que escuchó en su juventud. Tras cumplir 90 años en noviembre, el artista falleció este lunes de un ataque al corazón, en Casapueblo, su taller en el balneario de Punta Ballena, que se convirtió en su obra más importante, símbolo arquitectónico de Montevideo.

Descrita por él mismo como una "escultura habitable", Casapueblo se levantó en 1958 como una pequeña residencia de campo hecha de madera, para luego, con los años, transformarse en una verdadera ciudadela de concreto blanco, con suaves curvas inspiradas en el mar, que hoy incluye galería de arte, restaurante y hotel, además del taller del artista.

Claro que antes de iniciar su proyecto arquitectónico, Páez Vilaró profundizó su amor por la cultura africana, viajando a los países de América Latina con gran presencia negra, Brasil, Haití, República Dominicana, Ecuador, y consolidando su sello pictórico. En 1956 hizo su primera visita a Africa y fue comisionado para pintar un mural en el Congo, el que nunca desarrolló, debido a una persecución militar en su contra, tras ser catalogado de comunista. Dos años después, pintó un mural en la OEA, en el edificio de la Unión Panamericana en Washington DC, de 156 metros de largo, donde plasmó su colorido imaginario, marcado por los soles, pájaros y los trabajadores. El artista hizo varios murales también en Argentina, Brasil, Australia, Chile, EE.UU., Uruguay, Islas Polinésicas y Africa.

A fines de los 50, realizó un viaje a París y estrechó amistad con Dalí, De Chirico y Picasso, de quien aprendió el arte de la cerámica. También fue amigo de la actriz Brigitte Bardot, quien en 1967 presentó en Cannes el documental de Páez Vilaró junto al francés Jean-Jacques Manigot: Batouk, sobre sus expediciones al continente negro.

Uno de los episodios más difíciles lo vivió en octubre de 1972, cuando uno de sus seis hijos, Carlos Páez Rodríguez, desapareció junto a su equipo de rugby en un avión que se estrelló en los Andes. A la semana, las autoridades dieron por muertos a todos los pasajeros. Pero el artista persistió en su búsqueda: se instaló en Chile durante tres meses, reclutó voluntarios y el mismo se internó en las montañas. Tras 72 días perdidos, 16 de los 45 pasajeros fueron rescatados con vida, entre ellos su hijo. El episodio sería retratado luego en el filme Viven! Páez Vilaró contaría su propia experiencia en el libro Entre mi hijo, yo y la luna. Tras el reencuentro, el artista siguió creando, pintando y diseñando construcción como Bengala, la casa que levantó en Tigre, Argentina, en 1989. "Me mueve el inquietismo. Sigo la guía de mi entusiasmo. Llegar a los 90 años y sentirte un hombre de 30 te deja sin explicación. ¿Por qué soy joven a mi edad? Porque tengo proyectos y siempre le doy la bienvenida a lo nuevo", le dijo en junio pasado al diario La Nación de Argentina.