PANAMÁ no es inmenso en kilómetros cuadrados, pero sí en diversidad. En el avión de vuelta, mientras miro cómo la capital avanza hacia lo alto con enormes rascacielos, recuerdo a las mujeres kunas de Playón Chico, con los brazos y las piernas cubiertas de pulseras de mostacillas, vestidas con molas -textiles tradicionales- y, si están casadas, con pañuelo rojo en la cabeza. Desde el aire también alcanzo a ver el Puente de las Américas y la ampliación del Canal, una obra billonaria de alta tecnología por la que el mítico curso de agua -que este año cumplió 100 años-, duplicará su capacidad.

Esta ciudad, que tiene un reconocido Festival de Jazz, acaba de inaugurar el primer metro de América Central y donde este mes abrirá sus puertas el espectacular Museo de la Biodiversidad diseñado por Frank Gehry, está en el mismo país donde habita el grupo étnico kuna o guna, en un territorio indígena autónomo con más de 30 mil habitantes, que viven de la exportación de coco, la pesca y el turismo incipiente.

En español se le dice kuna, pero el nombre original es guna, con g, porque en su lengua no existe fonética para la k. Hace un par de años el gobierno panameño reconoció el cambio y actualmente se usa de las dos formas.

Además de los kunas/gunas, en Panamá hay otros grupos étnicos: los ngäbe-buglé, en las tierras altas de Chiriquí; emberá, en el Darién; naso y bri bri, cerca de la frontera con Costa Rica. Cada grupo con sus costumbres, protegidas por ley.

La mayoría de los kunas vive en el archipiélago de San Blas, unas 400 islas sobre el Caribe, cerca del límite con Colombia. Islas que se recorren más rápido que una vuelta a la manzana, y donde plantaron palmeras para comerciar cocos. Islas con playas de arena suave y blanca y un mar de langostas. Islas a las que se llega en aviones de seis o 10 pasajeros y donde no hay internet. Islas desde donde es difícil salir no porque estén aisladas, sino porque no dan ganas de irse.

A la diversidad étnica se suma la diversidad de la naturaleza. Recuerdo al taxista que me llevó al aeropuerto. Parecía que esperaba el momento de la conversación para meter su bocado: “Panamá tiene más flora y fauna que Estados Unidos y Canadá juntos”. Lo dijo Rubén Blades, que fue ministro de turismo panameño entre 2004 y 2009, y él lo repetía orgulloso mientras por las ventanillas pasaba el paisaje verde-selva.

Quizás lo recuerdo ahora porque el otro día leí que le pusieron el apellido del músico famoso a una nueva especie de araña -negra, peluda, de temer- encontrada en Bocas del Toro. Es una tarántula: Ami bladesi.

Para llegar a Playón Chico, una zona del territorio kuna -Kuna Yala o Guna Yala- hay que abordar un avión de ocho pasajeros. Antes de embarcar me piden que suba a una balanza y me pesan. Después pesan mi mochila de mano y anotan. En los aviones que van al archipiélago de San Blas cada kilo importa.

Voy tan cerca del piloto que creo que vemos al mismo tiempo la pista de aterrizaje. Una cinta de asfalto que se ve ridícula entre millones de palmeras.

La comarca indígena se extiende por una fina franja costera cerca del fin de Panamá, en el límite con Colombia, y 365 islas en el Caribe. Son 49 comunidades y poco más de 30 mil habitantes. Cada comunidad tiene un saila o gran jefe que toma las decisiones fundamentales. Es alguien que conoce sobre cultura kuna y medicina natural. Dos veces por año hay congresos generales que reúnen a los saila de cada comunidad, y donde también participan otros grupos indígenas de Panamá.

Al lado de la pista de aterrizaje hay un muelle desde donde sale el bote que me llevará a Yandup, la isla, el lodge. En lengua guna "dup" quiere decir isla y "yan", chancho del monte.

La isla es más chica que la plaza de mi barrio. Hay diez cabañas de caña blanca y techo de palma, espaciosas, aireadas, a tres pasos del mar. La electricidad es por paneles solares, se prende solo unas horas, y no, no existe internet.

Los kunas son las personas más pequeñas después de los pigmeos. Y también son fuertes, literalmente y en sentido figurado. Cuando llego al comedor, rodeado de mar, me asusto: veo una bandera con los colores de la española y una esvástica en el centro. Entonces se acerca Domicio Grimaldo, Domi, y me cuenta de la Revolución de 1925.

Cansados de los malos tratos y la falta de respeto a sus costumbres (un policía trató de que una mujer guna se vistiera con ropa occidental), el pueblo se levantó en armas y proclamó la República de Tule con esa bandera, “mucho antes de que la usara Hitler”, dice Domi. Finalmente se firmó un acuerdo de paz y el gobierno panameño se comprometió a respetar sus costumbres y a asegurar los derechos como ciudadanos panameños.

En Yandup el horario de la comida es estricto y lo marca el sonido de un caracol que hace sonar Luis. Cuando lo escucho salgo de mi cabaña y camino por el césped hasta la cabaña donde funciona el comedor. El resto de los turistas hacen lo mismo. La dieta es a base de pescado y mariscos: pargo, macarela, cangrejo y vegetales que llegan de tierra firme. Malvita, Ivethe y Lucey sirven las mesas vestidas con su ropa tradicional: polleras hasta la rodilla, blusas y varias vueltas de pulseras en las piernas y en los brazos que se cambian una vez cada tres o cuatro meses, cuando el hilo se gasta. Las usan flojas y están acostumbradas. Lucey, que tiene 23 años, ya no las usa. Cuando los comensales se retiran, ellas sacan sus molas y cosen y cortan varias capas hasta formar complejas piezas con dibujos geométricos y de animales que ven en su comunidad.

Más tarde, con la tarea cumplida, se encierran en una pieza a ver la novela venezolana y después la colombiana.

Antes de comer hicimos el primer paseo del día: en lancha a un islote desierto. Nos cruzamos con un cayuco (ulu), una canoa de madera con hombres que pescan. Después conoceré al artesano que los talla con hacha: tarda un mes, duran 20 años y cuestan 100 dólares.

En la isla cada uno elige su rincón para tomar sol, dormitar, nadar, explorar, hacer snorkel. Blanco, el guía, se calza las gualetas y la máscara. Lo sigo. El tipo es morrudo como un boxeador, tiene la piel del color de la corteza del coco maduro y nada rápido como un delfín. Nos alejamos de la costa por el Caribe tibio. Unas turistas italianas se quedaron en la playa. Una toma sol y la otra junta caracoles. Cada vez las veo más chiquitas. Blanco avanza y yo ruego que no haya tiburones. Pasamos por un banco de arena en el medio del mar y después sí, dice, llegan los peces de colores. Tiene razón: veo corales abanico, que se mecen como si alguien los moviera. Peces amarillos y azules, un pez loro y otro camuflado en el suelo que se llama Escorpión, una banda de peces espada del tamaño de un cuchillo de cocina y un erizo. Blanco está entretenido en otro tema, parece que busca algo en el fondo del mar. Cada dos por tres se hunde con técnicas de apnea, se acerca a una cueva, mira y después mete el brazo hasta el codo. Cuando no aguanta más, sale a respirar, ahí le pregunto qué busca y responde "langostas".

Lo sigo. Las italianas ahora son puntitos oscuros en la arena. Estamos lejos de la costa y buceamos langostas. Le pregunto si no se puede pinchar con un erizo al meter el brazo en la cueva oscura.

-Me puedo pinchar, sí, por eso miro antes.

La forma de cazar langostas es con un palo y un aro de alambre en la punta. Pero Blanco no los tiene y no le preocupa: para él cazar langostas es como jugar a la escondida, hace esto desde chico, le gusta y es una fuente de alimento y trabajo. Por una langosta le pagan cinco o seis dólares. Pero no tenemos suerte, es una raza brava y escurridiza: Blanco se queda con las ganas y las antenas de dos que se le escaparon en los recovecos de una cueva.

Volvemos nadando a la playa y en lancha a Yandup. En la tarde, desde mi cama veo una isla no mucho más grande que un carrusel, que tiene un puñado de palmeras y nada más. Me imagino que quizás la abordaron piratas en otra época y escondieron un tesoro y tengo ganas de ir a buscarlo. En la noche pienso qué libro podría llevarme a esa isla desierta.

Cuesta volver a calzarse después de vivir en hawaianas. Otra vez el bote hasta la pista de aterrizaje. Después de que me pesen, esta vez con una balanza más rústica que en el aeropuerto de Panamá, me acomodo cerca de una ventanilla. El copiloto se trepa al ala para chequear el combustible. Somos tres pasajeros. Miro hacia la puerta trasera y veo acercarse a un nativo de Playón Chico. Trae una enorme bolsa que se mueve como si la rasguñaran desde adentro. Todas las langostas que Blanco no pudo cazar viajan a los restaurantes de Panamá.

Mientras lo ayuda a acomodarla en la cola del avión, el piloto le dice:

-Dígale al saila (jefe) que el comandante también come langostas.

El nativo mira al piloto con gesto amigo, abre la bolsa, saca una langosta viva y se la da. Después acomoda la bolsa entre nuestras maletas. Con una sonrisa enorme -seguramente pensando en cómo la cocinará- el piloto trae una bolsa plástica, guarda su langosta y se la lleva a la cabina.

Enseguida despegamos todos: los tres pasajeros, el piloto, el copiloto y las langostas.

Desde el aire, las islas de San Blas se ven como lunares en el mar.