NO FUI un ferviente partidario de Patricio Aylwin. De hecho, detrás de esa emocionante imagen donde pide perdón a nombre del Estado de Chile por las graves violaciones a los Derechos Humanos, hubo, para mí, un acto de constricción por los errores propios y de una generación, cuyo más importante fracaso fue no haber podido defender la democracia, dando paso a uno de los períodos más brutales de nuestra historia. Aylwin, como tantos de su época, también se sentía responsable por lo ocurrido y, de esa forma, tuvo siempre la compulsión moral y política de contribuir a restituir la paz, la libertad y la plena vigencia del Estado de Derecho. El Presidente de la transición saldaba así una deuda con él y con la historia.

Me abruma la frivolidad con que se enjuicia una época con la impune ignorancia o la comodidad que supone pontificar desde la galería de los 25 años después. En un período teñido de miedos y vacilaciones, fue la firme voluntad de Aylwin lo que permitió constituir la Comisión de Verdad y Reconciliación, denunciar la falta de coraje del poder judicial, promover una interpretación de la Ley de Amnistía que fue clave para el esclarecimiento de la verdad y la justicia, enfrentar tres sublevaciones militares y lidiar con una institucionalidad obscenamente parcial. Es en dicho escenario, donde su convicción y testimonios concretos le dan sentido a la justicia en la medida de lo posible.

Nada de aquello hace inmune a Aylwin o a la transición de los juicios que tengan las generaciones venideras, y felizmente que las críticas puedan hacerse ahora desde la libertad, la democracia y la seguridad. Tampoco los más jóvenes pueden ser rehenes de algo así como el "agradecimiento permanente", pero permítanme al menos manifestar mis severas dudas sobre el comportamiento que muchos de estos ocurrentes francotiradores de los 140 caracteres habrían tenido en tales disyuntivas o coyunturas, cuando los costos de discrepar eran de verdad, incluso a veces una cuestión de vida o muerte. Pero poco importa ahora; aunque no se hayan ganado ese derecho, es tan de ellos como de todos los demás.

Muchos de los que ayer insultaron a Aylwin por la Comisión Rettig o su interpretación del secuestro permanente, que pregonaron los desastres más apocalípticos por la primera reforma tributaria o laboral, que defendieron los vergonzosos subsidios políticos que les dejó la dictadura o que incluso apoyaron las insubordinaciones del Ejército para encubrir un ordinario fraude al fisco en beneficio del hijo de Pinochet, hoy han querido presentarse como una suerte de co-partícipes de su legado. ¡Un poco de pudor y dignidad por favor!

No siento pena, pero sí mucha nostalgia y un gran vacío. Con Aylwin no sólo muere una época, sino también la imagen de nosotros en ella. Su partida acrecentará esa angustia que ya muchos sentimos cuando constatamos la degradación de la política o descubrimos en qué la (y nos) hemos convertido, no reconociéndonos frente a los ojos de lo que éramos o quisimos ser.

Jorge Navarrete
Abogado