En el año 1958, a más de una década de los juicios de Nuremberg, el pueblo alemán no quería mirar por el espejo retrovisor un pasado infernal y poco apetitoso. Por el contrario, liderados con energía por el carismático canciller Konrad Adenauer, los germanos preferían disfrutar del "milagro económico" y sembrar las semillas de un futuro esplendor. "El es el capitán del barco y él sabe adónde nos lleva" era la expresión que los ciudadanos repetían sobre Adenauer.

En ese clima de bienestar y confianza ilimitada es donde comienza la película Laberinto de mentiras (2014), filme que se estrena hoy en Chile y que escarba en una realidad poco conocida fuera de de su país: hasta bien avanzados los años 60, el pueblo alemán sabía poco sobre los campos de concentración. Sólo fue después del llamado Segundo Juicio de Auschwitz, que se desarrolló entre 1963 y 1965, que la realidad miserable del terror nazi en los centros de tortura comenzó a salir a flote. Es más, aquel proceso fue el primero que enfrentó a fiscales alemanes con criminales de guerra de su propio país. En Nuremberg los enjuiciadores habían sido aliados y en el conocido proceso contra Adolf Eichmann todo se llevó a cabo en Israel.

La cinta dirigida por el realizador ítalo-alemán Giulio Ricciarelli fue nominada por su país para un cupo al Oscar y desde su estreno en el Festival de Toronto ha ido acumulando críticas bastante positivas. Considerando que sus derechos de distribución son de Sony Classics (la compañía que posee más Oscar extranjeros) y que el tópico del Holocausto suele ganar defensores en la temporada de los Oscar, Laberinto de mentiras se asoma como un largometraje bien aspectado para los galardones futuros.

La historia parte en Frankfurt, el centro financiero de Alemania, donde el joven fiscal Johann Radmann (Alexander Fehling) languidece en su despacho con casos de rutinas, desde infracciones de tránsito a borracheras en la vía pública. En un día que cambiará su vida, llega a sus manos el caso de un profesor que hace clases regularmente a niños y que fue reconocido en la calle por un carcelero de Auschwitz. ¿Es posible que muchos de los miles de ex funcionarios de los campos de concentración caminen por las calles alemanas con absoluta impunidad? ¿Es acaso factible que trabajen en cargos de confianza pública? De acuerdo a las evidencias que recoge día a día el fiscal Radmann, aquello es totalmente plausible y, en el peor de los casos, muchos altos funcionarios del gobierno hacen la vista gorda.

La cinta de Ricciarelli va informando con lujo de detalles los esfuerzos de Radmann, que adquieren características casi kafkianas cuando uno de sus propios superiores le dice que procesar a los mandos medios de Auschwitz es engorroso e inconducente. En la película, el personaje de Radmann se creó a partir de las vidas de tres abogados de la época, mientras que el del fiscal general Fritz Bauer (Gert Voss) es totalmente real: se trata de un sobreviviente de los campos de concentración que entre 1963 y 1965 dirigió el mencionado Segundo Proceso de Auschwitz.

Contra viento y marea, el infatigable Radmann finalmente construye un caso jurídico que pretende enjuiciar a las ocho mil personas que trabajaron al servicio de la muerte en Auschwitz. No se trataba de altos jerarcas ni de doctores de la muerte, sino que de enfermeros, escribanos, guardias y sepultureros. Funcionarios del exterminio con un sueldo mensual que después de la Segunda Guerra siguieron trabajando en salas de clases u oficinas de correos sin que nadie sospechara que había pasado por sus manos.