Las de noviembre serán las elecciones democráticas presidenciales con mayor número de candidatos en toda la historia de Chile. Alguien ha recordado que en mayo de 1927 hubo 12 candidatos, omitiendo precisar que 11 de ellos aparecieron sólo como un sarcasmo contra la imposición dictatorial del coronel Carlos Ibáñez del Campo, que digitó esas elecciones como candidato único, obtuvo el 98% de los votos y proclamó que al final de su gobierno diría, nada menos que como Cicerón, "¡Juro que he salvado a la República!". Cinco meses después estaban desterrados unos 50 líderes políticos y la palabra usada por su principal adversario ("mascarada"), Arturo Alessandri Palma, se quedaba corta para describir la idea de democracia que entonces tenía el coronel.
Al fenómeno de dispersión de este año sólo le sigue, por lo tanto, el de 1993, cuando se inscribieron seis candidatos. ¿Qué cosas explican lo que está ocurriendo este 2013? Las bases empíricas no ofrecen una idea concluyente. Tanto en 1993 como en 2013 (e incluso en 1927, si se insiste en considerar esos comicios), lo único común ha sido la presencia de una candidatura a la que se considera como segura ganadora: Eduardo Frei Ruiz-Tagle y Michelle Bachelet (e Ibáñez, por cierto).
De las postulaciones actuales, sólo la de Bachelet declara su aspiración a obtener la mayoría absoluta en primera vuelta. Todas las demás depositan sus esperanzas en la segunda vuelta y la principal de ellas, la de Evelyn Matthei, confía en que precisamente la dispersión de candidatos le deje el paso a la segunda vuelta. Pero eso no ocurrió en el 93, cuando Frei consiguió un histórico 57,98% contra sus cinco contendores.
Desde aquel año, y de forma más concreta desde José Piñera, que obtuvo un respetable 6,18%, los candidatos "menores" adquirieron la costumbre de quejarse de que la exclusión por parte de los medios de comunicación les impide crecer hasta niveles competitivos. Esto es más difícil de sostener hoy, con la batería de medios alternativos que ofrece el universo digital, pero tales reclamos siguen presentes.
Se trata de un oxímoron. Si es verdad que los medios masivos son excluyentes respecto de algunos candidatos, también es cierto que muchos de ellos sólo aspiran a ganar visibilidad con tales soportes. Son negocios de posicionamiento, no de democracia. Por lo general, los medios masivos actúan ante esto con sus principios clásicos de jerarquización e importancia, y construyen sus nociones sobre los candidatos con una compleja batería de instrumentos, que van desde las encuestas hasta el peso de los partidos. Pero también hay otras cosas.
Por ejemplo, un candidato con equipos programáticos lábiles y cambiantes pierde peso (el caso de Marco Enríquez-Ominami en estas elecciones, no así en las de 2009). Por ejemplo, un candidato con rasgos personalistas carece de la misma valoración (los casos de Franco Parisi y, en grado menor, Marcel Claude). Por fin: un candidato que no aspira a tener importancia en el Congreso no pretende ganar seriamente el poder político (los casos de Ricardo Israel, Tomás Jocelyn-Holt, Alfredo Sfeir y Roxana Miranda).
Si no hay una explicación histórica consistente para la dispersión, y tampoco hay una justificación institucional de envergadura (como el surgimiento de un nuevo partido vigoroso), ¿dónde está la respuesta?
Algunos piensan que el incremento de las demandas sociales, sobre todo de las que parecen mayoritarias, es un buen fundamento. Pero entonces debería haber un candidato de los estudiantes, otro de los consumidores, otro de Aysén, y así por delante. Casi todos los aspirantes inscritos tratan de incluir a estos sectores, pero ninguno viene de sus bases; varios de ellos sólo siguen el viejo principio de que para estar contra el sistema hay que estar lo más radicalmente posible contra el sistema. La sicología del extremo tiene ciertas singularidades que son más curiosas que las del simple fanatismo.
Esta confianza, esta adhesión imprecisa a un fenómeno estudiado hasta ahora con muy poca profundidad, el de los movimientos sociales, parece estar en la base de la instalación de tan cuantiosos candidatos. Pero varios de ellos no podrían aferrarse de nada si no fuera por la introducción de un elemento (supuestamente) desconocido: la inscripción automática y el voto voluntario, el fantasmal factor X de la imaginación mesiánica.
Este es otro de los resultados no previstos por el cambio de la ley electoral. Al menos seis de los nueve candidatos (fuera de Bachelet y Matthei, sólo Enríquez-Ominami tiene una base previa, su candidatura del 2009) fundan sus expectativas en la agregación de nuevos votantes por encima de los 7,1 millones que en los 23 años pasados otorgaron las mayorías a dos coaliciones. Si creyesen que esos nuevos votantes serán, digamos, sólo un 20% más que los votantes históricos, no tendrían incentivos para embarcarse en las dificultades, los gastos y las frustraciones que siempre entraña una campaña presidencial.
El caso es que el voto voluntario no ha mostrado hasta ahora ninguna capacidad explosiva, ni en las municipales de octubre de 2012 (5,8 millones) ni en las primarias de junio pasado (tres millones). Es un hecho que las presidenciales y parlamentarias del 17 de noviembre tendrán más atractivo y quizás mayor convocatoria. Pero no hay señal ni evidencia de que puedan alterar el cuadro de mayorías, ni siquiera de que hagan inevitable la segunda vuelta. En política no hay peor idea que confundir los deseos con los hechos.