Da miedo, hoy en día, extender una boleta por trabajos realizados. A los hacedores de tal cosa nos tiembla la mano y nos tirita la pera. Se estremecen los muchísimos ciudadanos -vuestro servidor incluido- que por diversas razones prefirieron y prefieren aún prestar servicios como profesionales independientes y no como empleados con contrato, o, muy popular en estos tiempos, como socios de una empresa trucha formada por el titular, sus tres hijos de cuatro, cinco y seis años y su tatarabuelo muerto en el siglo XIX de modo de descontar de impuestos hasta el lavado de los calcetines de este último. Los ingenuos boleteros se enfrentan ahora no sólo al horror anual del pago de Global Complementario, tributo que en ocasiones les arrebata cerca de la mitad de sus ingresos y los obliga a sacar significativas porciones de sus ahorros o inversiones para pagarlos, amén de que por esa sacada deberán pagar al otro año el impuesto asociado a la ganancia que traía incluida dicha saca; ahora se agrega un dilema hamletiano, seguir o no seguir extendiéndolas. ¡No vaya a ser, nos decimos, que caiga en manos de un operador y a los pocos meses aparezcamos como protagonistas de una campaña de fondos para un caradura político! O de una máquina -un "ardid" habría dicho una conocida y guapa jueza- montada para eludir impuestos en escala industrial. O cualquier otra cosa. De hecho "cualquier cosa" nos parece muy posible aunque sea imposible porque, en el 99,99% de los casos, quien extiende boletas es sencillamente un ciudadano confiado e ingenuo que se dedica a un oficio para sostener su hogar y entiende y/o se interesa poco en los mecanismos administrativos a través de los cuales es remunerado; sólo sabe que entre tal o cual día del mes "tiene que dejar su boleta en contabilidad" o el pago se atrasa.
En esto, como en todo, los chilenos batimos el récord de despelotados; con la misma liviandad con que extendemos una boleta a la empresa y al RUT que nos digan con tal de que nos paguen, firmamos papeles vinculados a un préstamo bancario o a una compra al crédito sin leer ni una sola línea del contrato. Así somos de necios y de ahí lo fácil que es organizar en Chile operaciones financieras legales, ilegales o en la bruma entre dichas esferas para lechar a los corderos de Dios que pagan no sólo los pecados, sino todos los impuestos y gabelas del mundo.
Confianza
Lamentablemente esta ingenuidad o a veces negligencia de unos asociada a la desfachatez y astucia -fácil- de otros tiene muchas más consecuencias de las que uno se imagina. La sociedad, tanto en sus operaciones de simple convivencia diaria como en las económicas, políticas y culturales, se basa en la CONFIANZA. No son los severos edificios de gobierno, los militares y sus armas, los jueces y sus leyes o los pabellones patrios al viento los que sostienen un orden de cosas; lo sostiene la confianza en que todo funciona de acuerdo al quid pro quo. Por eso confiamos en que el billete del vuelto es legítimo y podremos usarlo; confiamos en que el boleto de micro nos da derecho a ser efectivamente transportados de un punto a otro; confiamos en que los conductores detendrán sus vehículos en la luz roja en vez de pasarnos por encima; confiamos en cada ciudadano con el que nos cruzamos en el sentido de NO creer que de súbito nos agredirá con un cuchillo de cocina. A veces confiamos menos; a veces el maestro chasquilla o el uso que se da a nuestros impuestos puede inspirarnos dudas, pero aun en esos casos confiamos en que un mínimo -¡siquiera un mínimo!- de decencia será la contraparte de nuestros actos.
En breve, estamos dispuestos a tolerar un cierto grado de ineficacia y hasta de negligencia y deshonestidad porque aun eso -a la rastra, eso sí- permite mantener andando las ruedas de la sociedad, pero tal funcionamiento es sencillamente imposible si prima por completo el principio de la desconfianza: en un clima como ese -piensen en Haití- no se cree nada y no se confía en nadie. Por lo mismo no se organiza nada, no se coopera ni colabora con nadie y la sociedad termina siendo una agrupación de bandas o tribus luchando entre sí por los despojos, frondas violentas formadas alrededor del pistolero o cuchillero más rápido de la cuadra.
Deterioro
Por eso el hecho de que un instrumento de fe pública, como lo es una boleta por servicios prestados, pueda ser usada para fines del todo distintos y hasta contrarios al pago del 10% al Fisco, habiéndose incluso organizado máquinas para así financiar campañas de políticos, quienes, dicho sea a la pasada, a veces resultan ser tipos al borde del analfabetismo, vulgares hasta el meollo del alma y hasta financiados por dinero extranjero, eso, repetimos, resulta mucho más grave que la comisión de un delito por un delincuente común y NO porque en el caso de las boletas se trate de gente "como uno", de cuello y corbata, sino porque esas acciones entrañan un ataque no a tal o cual propiedad, sino al entero principio de la propiedad, de la ley y la institucionalidad.
En eso consiste precisamente la corrupción: no es un estado de cosas donde haya más ladrones de lo normal y además adictos a robarse los fondos públicos; la corrupción consiste en la utilización descarada de los instrumentos e instituciones mismas de la república, convertidas no ya en objetos lesionados por el delito, sino en medios para cometer el delito.
Una vez que la noción de que eso, el torcer las instituciones mismas y sus instrumentos, es posible, la corrupción se desata en cascada. A la codicia quizás natural, siempre a la busca de oportunidades para lucrar, se asocia la confianza de que la ley no se cumplirá y la desconfianza absoluta de que vayan a cumplirla otros; por eso crece y se instala un desprecio absoluto por ella. Tal actitud, cuando es masiva, no es sino la psicología de la ley de la selva.
Precariedad
Esas desconfianzas crecientes operan, además, en un ambiente cultural poco propicio para darle a la ley la debida "fuerza de ley". Chile está inserto medio a medio en la cultura latina, donde la ley es vista a priori, desde la época de la Colonia, como artificio ajeno y enemigo, barrera a la que hay que burlar, prueba de astucia para quienes la tuercen y de necedad para quienes se someten a ella. Al contrario de lo que sucede en las sociedades anglosajonas, en las latinas la ley no es sagrada sino una "pillería legal" a la que hay que ganarle con, como dice la frase, "a pillo, pillo y medio". La ley es en estos lados cosa precaria, apenas obedecida y frecuentemente burlada. Poco se requiere para que el tambaleante artilugio se venga a tierra y de sociedad civil y a medias civilizada pasemos a la condición de sociedad a la haitiana o cercana a algunos ejemplos muy cercanos.
Sanciones
De ahí la necesidad de sanciones fuertes. Sin sanción no hay ley que valga. Es una sanción eficaz la que explica el respeto predominante en los países anglosajones. Se respeta lo que se teme y se teme lo que puede dañarnos. Una sociedad donde el policía pasándole multa a un automovilista lo hace con una mano en la pistola, listo para desenfundar, es sin duda una donde impera el "respeto a la ley".
¿Qué sanciones en nuestro caso? De acuerdo al mérito. Los organizadores de máquinas para defraudar requieren castigos más severos que quienes se prestaron a sabiendas con su papelería y estos últimos, por su parte, más serios que quienes dieron efectivos servicios pero permitieron -de huevones- que sus boletas volaran donde no debían. A eso debieran agregarse los negocios sucios o truchos, los pitutos inexplicables, las asignaciones de fondos a supuestas ONG benéficas o de utilidad pública, los cargos a amigos y familiares, los fondos misteriosos beneficiando a tales o cuales presuntas víctimas de esto o lo otro, etc. Es un entero, vasto y tradicional sistema de explotación y burla del Fisco, de quiebre de la ley y la confianza mutua lo que debe aniquilarse de una vez por todas.