Señor director:
Cualquier sistema electoral del Congreso es evaluado por su representatividad y por su capacidad para favorecer la conformación de mayorías que sustenten la acción del gobierno. El binominal falla en ambos sentidos. Además, distorsiona el debate político, al trasladar la contienda entre grandes coaliciones a la competencia dentro de ellas: el principal adversario pasa a ser el compañero de lista. Ello socava la estabilidad de las alianzas políticas. Por último, hacía previsible el resultado de la elección desde el momento de la inscripción de los candidatos, vaciando de contenido el significado del voto.
Por eso, la aprobación del cambio del sistema por uno de tipo proporcional debe apreciarse como un hito en la historia política del país, comparable a la reforma de 1874 que amplió el cuerpo electoral, dio responsabilidad a los ciudadanos en la organización de los comicios y se inclinó por un sistema proporcional, todo lo cual atrajo el interés de Arturo Prat, que dedicó su tesis de grado de derecho al tema.
El binominal fue un invento nacional que pretendía moldear el sistema de partidos favoreciendo a los dos conglomerados mayoritarios -en sus orígenes excluía los pactos electorales- y la moderación política. En los hechos, contribuyó al desprestigio del Congreso y de la actividad política, e incentivó la emergencia de fuerzas extra sistema.
El nuevo régimen electoral merece críticas, pero hay que reconocer que un cambio de esta naturaleza es siempre difícil, pues deben aprobarlo quienes se ven afectados por él. No es un ejercicio académico, sino un cambio político de gran trascendencia llamado a incidir en las reglas de una política más transparente en las próximas décadas. Es lamentable que algo tan relevante sea aprobado por la mayoría exacta exigida por la Constitución, y no haya suscitado un consenso más amplio.
José Antonio Viera-Gallo