Las madrugadas de otoño hacen que Santiago huela a cuero húmedo. Pero aquello quizás sólo corresponda a una primera impresión y, finalmente, lo que perfuma la noche capitalina sean las hojas secas amontonadas en las veredas y luego humedecidas por las regaderas automáticas. Una fragancia hecha de pasto mojado, pavimento sucio y millones de partículas en suspensión bajo el cielo empavonado de la ciudad.

En medio del aroma ocre del esmog, el tráfago de la urbe no se detiene. A esta hora, poco después de la medianoche, el ruido y la vida de los barrios residenciales se ha desplazado hacia las grandes arterias. Es en las avenidas y rotondas donde se concentra la vida hecha de siluetas furtivas, música, botellas y humo de cigarrillos. A veces, tanto humo como el que sólo podría salir de las chimeneas de una fábrica de diversión que dura hasta el amanecer. Porque cuando se termina la noche, cuando se acaba la fiesta, Santiago sigue vivo, en movimiento incesante, lleno de personas hechas manada, yendo de oriente a poniente y contra el tiempo para estirar la juerga.

Lo primero que le dijeron a Leonardo cuando tomó el trabajo fue que de noche todas las luces del semáforo son rojas, que para repartir tragos a domicilio no sólo es necesario saber manejar una moto, también no olvidar jamás que de madrugada cualquier ley del tránsito es conversable, que lo peligroso no es con lo que se pueda encontrar una vez que llama a la puerta del cliente, sino moverse en una ciudad con tanto borracho al volante después de las dos de la mañana.

"¿Vieron el auto de la esquina? Se dio un tremendo tortazo", anuncia apenas llega de un reparto. Ya es madrugada del sábado. Leonardo, que estudia para ser técnico minero y sueña con ir a trabajar al norte, se quita el casco y comenta con sus compañeros los daños de un Peugeot 306 blanco que se estrelló en el cruce de la Costanera Andrés Bello con Nueva Los Leones. Hay carabineros, una ambulancia y muchos curiosos. Todo ocurre a una cuadra del cuartel general de "Maoma Va", este delivery que ayuda a que la noche no muera tan luego; un negocio que lleva tres años y funciona como lo haría un videoclub: tiene listado de socios por local (Providencia o La Florida) y cada cual cuenta con un número que los identifica. Además, hay una página web con lista de precios y un sistema de acumulación de puntos que se pueden canjear en un siguiente pedido. A muchos clientes les conocen la voz y las preferencias.

Por noche de fin de semana, "Maoma Va" hace alrededor de 250 despachos de un mínimo de $ 3.500 cada uno, más $ 480 de recargo. Desde las 19.00 hasta las 3.00 de la mañana cubren el sector entre Vitacura, José Domingo Cañas, Vicuña Mackenna y Vespucio. Tienen cinco motoristas por local, la mayoría estudiantes. Incluso, trabajan peruanos y uruguayos. Ellos no dejan de sorprenderse por cuánto beben los chilenos.

"El pisco y la cerveza siguen arriba en las preferencias", dice Hernán Vivanco, dueño del delivery. Es ingeniero, tiene 36 años y comenzó luego de la última crisis económica. Ahora planea abrir un nuevo local en Santiago Centro. El negocio es bueno y competitivo: hay al menos media decena de servicios de este tipo que abarcan amplias zonas de Santiago.

Hernán también fue repartidor. Por eso traza las reglas con decisión: nunca aceptar nada del cliente, nunca pasar el límite de la puerta. No sólo conoce los riesgos, también otra clase de situaciones que, en otro contexto, parecerían las primeras líneas de un guión de película triple X: "Una vez llevé un pisco sour a un departamento donde había dos mujeres. Luego de que entregué el pedido, ellas me pidieron que les bailara. Estaban solas. Les dije que no, pero insistían. Hasta me ofrecieron plata", recuerda. "Entonces me di cuenta de que eran madre e hija".

No todo es jolgorio en el mundo de los repartidores, no todo tiene el ambiente de juventud y alegría de los comerciales de ron o cerveza. De pronto, uno de los motoristas recuerda la vez cuando le arrojaron las llaves de un departamento desde el balcón y, luego de dudar, finalmente se animó a subir y entregar la compra: pero no había fiesta ni ruido alguno, sino un hombre en silla de ruedas. Un hombre solo en la madrugada, que luego de pagarle el despacho, le preguntó si podía alcanzar un vaso y servirle el trago.

A 15 kilómetros de allí, rumbo a la cordillera, está la Plaza San Enrique, en el centro de Lo Barnechea. Otro punto obligado para quienes continúan la parranda luego del cierre de las discotecas que rodean el sector. Bastante se ha dicho al respecto. No hace mucho, el matinal de Chilevisión le dedicó una extensa nota para mostrar el desmadre que, a su juicio, ocurría de madrugada. El guión del reportaje era, por cierto, tremebundo. Frases del tipo "los jóvenes vienen a liberar conductas que sobrepasan cualquier límite de lo permitido" o "fuimos testigos de escenas alarmantes" eran acompañadas de planos de veinteañeros con vasos en la mano o discutiendo teatralmente, acaso sólo como se puede discutir de madrugada.

Aunque esta noche el frío ahuyentó a varios, de todos modos se pueden ver siluetas erráticas deambulando por la plaza. Son chicos que hablan fuerte, como si el alcohol les tapara los oídos y el único modo de hacerse entender fuera a los gritos. En una esquina, tres rubias negocian la tarifa con un taxista. En un par de horas más, cuando comience a clarear, no habrá taxis y el único modo de que alguien pueda volver a casa será llamando a su papá para que lo venga a buscar.

El autoservicio de la gasolinera de Vitacura con Padre Hurtado es tan luminoso que de lejos parece la sala de embarque de un aeropuerto; cuando no una pequeña estación espacial en ese planeta oscuro y desolado que es el cruce de estas avenidas. Pero acá, más que despegar, aterrizan los que han terminado la fiesta. Después de las tres de la mañana, el tráfico de autos no se detiene. Tampoco el funcionamiento de los tres cajeros automáticos que hay dentro. Promociones de comida rápida y alguna bebida caliente o energética es lo más requerido. Todos saben que desde las 23.00 hasta las 9 de la mañana no se vende alcohol. Aquello está anunciado con una suerte de cortina de plástico sobre los refrigeradores cargados de botellas. Aunque los tres chicos de polerón con capucha abran la puerta del local de una patada y se vayan echando maldiciones, el anuncio es inflexible. Lo sabe la chica que es incapaz de abrir el envase plástico de un sándwich frío ("mejor hubieras comprado un Chispop", le dice su acompañante) y también la que se pasea con su chaqueta de cuero verde por el estacionamiento. Sus amigos, dos parejas de pololos, la acaban de echar del auto y ella espera con resignación a que terminen sus entusiastas demostraciones de cariño. No le queda más que encender un Kent y de cuando en cuando mirar hacia adentro del auto.

Resignada, la chica se acerca a quien se le cruce para decirle que quiere seguir carreteando, que está chata de tomar en casas, que quiere salir de aquí; que si alguien sabe cómo llegar a los after hour del centro. No los conoce, pero le han dicho que allá abajo, donde apenas se ven las luces de la ciudad, está todo pasando y se carretea pesado.

Lo que ella no sabe es que no se trata de llegar y entrar, que hay códigos, que no todo el mundo es aceptado, ya sea en Calle del Arzobispo, en los contornos de Recoleta o en los lugares menos iluminados del Barrio Universitario. En todos habrá un portero que asoma de la oscuridad con rostro de piedra, un tipo de esos que saludan apenas levantando las cejas y, lo más importante, que tiene la facultad (por tincada) de no dejarte entrar aunque lleves dinero. A esa hora, la gente nueva primero es sospechosa y luego bienvenida.

Y aunque la chica de chaqueta de cuero verde no haga la comparación, porque no ha visto la película, es inevitable pararse en el portón de lata de un after y sentirse como los robots de la Guerra de las Galaxias en la puerta del palacio de Jabba el Hutt. Porque las cosas allá abajo, señorita, no son como acá arriba. Sepa usted que, entre tanto anuncio luminoso, entre tantas letras de neón, hay bares que prefieren, simplemente, no tener cartel. Mientras que en Bombero Núñez, Santa Filomena y Purísima la noche respira gracias a locales como el Onaciu, Club Ibiza, Habana Salsa, Mala Vida y hasta el Diosas, otros, como el Loreto, apenas si tienen una persona en la puerta. Una persona normal, digamos. Ni un Rambo ni un titán del ring.

"Es lo mejor", dice Juan, su administrador. Aunque estén en el corazón de un barrio que se cae a pedazos, donde no es raro ver a parejas peleando a gritos en las esquinas e incluso ocupando la base de los postes como letrina, el perfil indie del Loreto es lo que finalmente distingue a sus clientes. Detrás de una pesada puerta que aísla el ruido del salón central, se distinguen tres cosas: la barra, la mesa de sonido y el escenario de fondo, acaso lo más importante, pues en los últimos años el Bar Loreto ha sido fundamental en el circuito de conciertos a escala humana para un público silencioso.

Esta noche, sin más, han venido cerca de 80 personas a ver a Leo Quinteros. Muchos universitarios y profesionales jóvenes de carreras humanistas o artísticas. Aquí es habitual ver actores, escritores, músicos, periodistas de cultura, diseñadores de vestuario. Gente, digamos, con estilo, pero reservada, capaz de convivir hasta las cinco de la mañana. Cuesta mucho ver borrachos odiosos y el promedio de peleas dentro del local es menor a una por año. No por nada, cuando termina el show sobre el escenario, la primera canción que suena es Common people; y no por nada, también, a la hora de hablar de su público, su administrador lo hace como si explicara la línea editorial de una revista. De hecho, usa el término: "línea editorial". Un lugar selecto, pero no selectivo. A diferencia de los bares que hay justo en frente, acá no se verán choclones en la puerta ni grupos haciendo las monedas o macheteando para entrar.

El Loreto, que se ha propuesto ocupar en Recoleta el espacio que La Batuta tiene en Plaza Ñuñoa, y lo auspician cervezas y vodkas de marca, dentro de poco abrirá un segundo piso. Desde ahí, la vista de la ciudad probablemente no sea muy hermosa, aunque, para sus dueños, se habrá dado otro paso más importante que clavar un cartel en la puerta.

A las cinco de la mañana, los paraderos de la Alameda están llenos. Desde diversos puntos, una pequeña multitud ha confluido buscando la forma de volver a casa. La mayoría ha sido derrotada por el sueño, el cansancio y, por como se apoyan en los acrílicos o en las murallas, por la resaca. Algunos aún conservan una lata de cerveza o el vaso de vidrio que se les pegó a la mano antes de salir del último local de la noche. Y así como los carros de comida no paran de freír empanadas de queso o sopaipillas, habrá otros, probablemente los últimos valientes, que serán capaces de llegar hasta "Donde el Guatón", en la esquina de Manuel Montt con Eliodoro Yáñez. Todo esfuerzo vale en busca de un sándwich.

Hasta las 6 de la mañana, y por oleadas que marcan su peak desde las 4, aquí se congrega un ejército de muertos vivientes, una verdadera fauna abisal de todas las edades que cada noche de fin de semana consume alrededor de cien hot-dogs y casi 300 sándwiches de diversos tamaños. Entre ellos, el gran referente es esa construcción monstruosa imposible de enfrentarla con un solo hombre: "El Guatón Extremo", que por $ 7.500 contiene todos los ingredientes imaginables, se sirve en un plato extendido y hace que el famoso as con queso derretido o los churrascos completos parezcan bocadillos de restaurante francés. En "Donde el Guatón" nadie se engaña, nadie se hace el fino ni el gourmet: todos los refrescos que se venden para acompañar los alimentos son en botellas de litro y medio.

La gente viene con tanta hambre que nadie da problemas. Todo el mundo está tan preocupado de luchar cuerpo a cuerpo con su sándwich que ni siquiera la inesperada visita del maestro Shalgram alborota las cosas. Con su pelo largo tomado en una cola, barba, collares y terno gris, el tarotista y vendedor de inciensos se mueve entre las mesas. Tiene el mismo aire misterioso que el Profesor Cavan en El día de la bestia.

Shalgram habla con afectación, entrega pequeños obsequios y hasta reparte besos entre las muchas mujeres que hay a esta hora. Tanto abre y cierra su muestrario, que los aromas similares al pachulí se mezclan con el del queso derretido o la fritanga, y al final de la noche cuesta quitarse la mezcla de las narices.

Pero a otros aquello no les importa: sólo existen para comer y seguir la película de Los Tres Chiflados que a esa hora pasa en un televisor empotrado en la pared.

Al otro lado del mostrador, dos cocineros trabajan a toda velocidad y un par de asistentes retira los platos de las mesas vacías para que nuevos viandantes ocupen su lugar. Los que llegaron a punto del knock out, los que entraron tomados del brazo de su mujer para no caerse, los que se chorrearon con mostaza y sólo se darán cuenta cuando lleguen a casa, de pronto han recuperado las energías y salen renovados de regreso a sus autos. Es tanto el ajetreo, que por momentos parece que en vez de las 6 de la mañana fueran las 6 de la tarde.

Se amontonan los autos en el semáforo, pasa gente en bicicleta y grupos se reúnen en los paraderos cercanos. Hay conversaciones animadas, carcajadas y abrazos afectuosos al término de la jornada o, para algunos, el final de la batalla. Después de la parranda, todos en este lado de la ciudad se van con la barriga llena y el corazón contento. Por eso, nadie le presta mucha atención a la camioneta con grúa que avanza lentamente por Manuel Montt. Arrastra un auto con el capó delantero abollado, irrecuperable. Es el Peugeot 306 blanco del comienzo de esta historia y que ahora se pierde calle abajo, como tragado por la oscuridad, por la boca de un lobo que lentamente comienza a despertar.