Cuando ya se acercaba a los 70 años, Igor Stravinsky había sorprendido dos veces al mundo. En 1913, una parte del más selecto público de París montó en cólera y la otra en éxtasis ante La consagración de la primavera, la obra que reordenó la música del siglo XX a través de su rupturista propuesta rítmica, melódica y armónica. Luego, desde los años 20, el músico ruso volvió a despistar a todos cuando empezó a componer en estilo neoclásico, a lo Mozart y Haydn. Iconoclasta e inclasificable, Stravinsky estrenó en 1951 La carrera del libertino, su única ópera. Fue, además, la última de sus creaciones "clásicas" antes de cambiar otra vez de dirección y empezar a hacer obras derechamente atonales.

Ejecutada por primera vez en el Teatro La Fenice de Venecia en 1951, La carrera del libertino llega por primera vez al Teatro Municipal este lunes 20 de julio, donde estará con seis funciones hasta el 28. La puesta en escena es del argentino Marcelo Lombardero, quien en mayo también dirigió el estreno en Chile de Rusalka, de Antonin Dvorak. "Estéticamente vamos a ubicar la ópera en algún momento de la segunda mitad del siglo XX. Tiene un perfume de fines de ese siglo, para ser más exactos", dice Lombardero.

A grandes rasgos, la composición cuenta la triste y declinante existencia de Tom Rakewell, un desenfrenado muchacho de la Inglaterra del 1700 que deserta de su vida pastoril para ir a reclamar una supuesta herencia. Entra en la vorágine de los placeres y las tentaciones de Londres. Juego, mujeres y bebida se suceden en su vida, mientras su paciente amada Anne Truelove lo espera en casa. A Tom lo acompaña Nick Shadow, algo así como el diablo reconvertido en un maldito consejero.

Al culto y políglota Stravinsky, que siempre le gustó comer y beber de todas las artes, el tema le vino a la mente después de presenciar los grabados de William Hogarth, creados entre 1733 y 1735. Tardó cerca de siete años en crear la ópera, un género que de joven despreciaba por considerarlo anticuado, y le propuso escribir el libreto nada menos que a W.H. Auden, uno de los mayores poetas en lengua inglesa del siglo XX. El escritor, halagado por el encargo, lo desarrolló en menos de un año junto a su colaborador y amigo Chester Kallman.

"Es probablemente uno de los mejores libretos escritos para ópera, un género que suele flaquear en ese aspecto, con historias arquetípicas. En fin, una de las pocas obras donde texto y música están al mismo nivel", comenta Lombardero, para quien la parábola de La carrera del libertino tiene un sello definitivamente actual. "El protagonista es un tipo sin conciencia que se deja llevar sólo por el placer, la satisfacción y el consumo. Es valorado por lo que tiene, no por lo que es. Para mí, esto no es más que la crisis del capitalismo y del hombre parado en medio de ese terreno", agrega.

Contra las vanguardias

Siempre abierto a ir más allá en sus exploraciones musicales, Stravinsky solía cambiar de dirección cuando sus acólitos recién aprendían a dar los pasos en el camino. Su espíritu rupturista lo llevó a todas partes, desde el folklore ruso a la experimentación rítmica, o desde la revalorización de la música renacentista al dodecafonismo de las vanguardias europeas y el jazz de Art Tatum y Charlie Parker.

Justamente La carrera del libertino, donde en términos musicales no hay nada en la órbita de los modernos, fue un balde de agua fría para quienes admiraban al atrevido autor de La consagración de la primavera. "Lo que hace Stravinsky es posmoderno: toma una forma artística antigua como la ópera y la reutiliza. Hay arias, números cerrados y lo típico de una ópera de Mozart, pero no es Mozart. Stravinsky siempre va a la contra: mientras en los años 50 en Europa dominan las llamadas vanguardias de gente como Pierre Boulez o Stockhausen, él va y hace lo contrario a ellos", reflexiona Lombardero. El tiempo le daría la daría razón al maestro ruso: el rupturismo de la música dodecafónica envejeció mal y el propio Boulez terminó dirigiendo óperas en el Festival de Bayreuth en 1966.

Por esa misma época, Stravinsky otra vez los había dejado atrás a todos. Escribió su Requiem canticles, que él mismo llamaba "réquiem de bolsillo". La pieza de apenas 15 minutos de duración contenía textos habituales de la misa de difuntos y era capaz de recorrer en nueve partes su carrera musical, incluyendo todos los estilos que probó en el siglo XX. Fue su última gran composición y se tocó en su funeral en Venecia, la ciudad que en 1951 vio el estreno de La carrera del libertino. Detalladamente, Stravinsky había escrito 12 segmentos sin música alguna. Para él hombre que había fracturado a la opinión cultural en 1913 con la apocalíptica La consagración de la primavera no había mejor manera de despedirse que con el silencio.