ESTA SEMANA se dio a conocer el Informe sobre Desarrollo Humano en Chile que periódicamente prepara el PNUD. El tema escogido para esta ocasión fue el “Bienestar subjetivo: el desafío de repensar el desarrollo”. Como resulta obvio, se trata de una cuestión particularmente oportuna para el actual momento por el que estamos atravesando. Sin ir más lejos, es ya recurrente interrogarse, especialmente por los observadores extranjeros, por qué un país con crecimiento económico sostenido y con bajas tasas de desocupación manifiesta en forma persistente este malestar, el que se ha escenificado en un conjunto de movilizaciones que ya parecieran ser parte del paisaje criollo.

Una de las cuestiones que sugiere este informe es la necesidad de abandonar, o al menos complementar, los índices con los que tradicionalmente hemos medido nuestro desarrollo. De hecho, y tal como lo recomendaron para Francia los premios Nobel de Economía Joseph Stiglitz y Amartya Sen, resulta insuficiente seguir atrincherado en los grandes números, que bajo el expediente de la tiranía de los promedios ha relegado a un segundo plano un conjunto de variables que componen el bienestar subjetivo.

Así, por ejemplo, no sería muy difícil demostrar cómo la expansión de toda una industria de seguridad privada -cercos eléctricos, alarmas y guardias mediante- ha impactado positivamente en el producto interno bruto de un país, generando riqueza y mayor empleo. Sin embargo, ¿podríamos necesariamente afirmar que se trata de un índice que da cuenta de nuestro mayor desarrollo? Dicho de forma más simple todavía, lo que vuelve a instalar este informe es la vieja distinción entre nivel y calidad de vida; ambos indicadores no necesariamente conectados a la luz de la influencia e impacto que tienen estas variables subjetivas.

Pero una de las cuestiones que más poderosamente llama la atención es la distancia que muestran los encuestados entre la satisfacción personal por lo que consideran un mejor pasar y, en forma simultánea, un persistente y cada vez mayor malestar con la sociedad. Y aunque las razones que explican dicha brecha son varias, hay una que sobresale respecto de las demás y que se refiere a la profunda desconfianza de la que somos presa los ciudadanos, tanto en lo que se refiere a las instituciones como también a las otras personas. Sin ir más lejos, el 59% de los encuestados siente que no se respetan su dignidad y derechos.

Es evidente cómo nuestro modelo de desarrollo contribuyó al mayor bienestar material de muchos compatriotas: se redujo la pobreza, se expandió el acceso al crédito, a la educación universitaria o a los servicios de salud, por nombrar los más significativos. Sin embargo, en el camino también destruimos aquellos valores y dinámicas que hacían referencia a lo comunitario, dilapidando nuestro capital social, las redes de protección y solidaridad, o el cuidado de aquellos bienes que sólo podemos proteger colectivamente.

En este país, en el que nadie le cree a nadie, no sólo hemos cortado árboles, sino también vínculos. De esa forma, la consigna parece ser “estamos mejor, pero estamos solos” o, para decir lo mismo de otra manera, “estoy bien, pero no confío en nadie”.

Jorge Navarrete
Abogado