CUANDO LLEGUE de Colombia me llamó un amigo para preguntarme cómo me había ido en el viaje. En seguida le hablé del parque Tayrona, del bosque tropical, de las mariposas azules, de las lianas y del mar bravo. Entusiasmada por los recuerdos, hablaba y hablaba. Después de unos minutos, él me interrumpió para confesarme que no tenía la menor idea dónde quedaba Tayrona, pero que el nombre le daba ternura porque le recordaba a Tyrone, el alce anaranjado de los Backyardigans, los dibujos animados que miran sus hijas por Discovery Kids. Quizás se imaginó mis anécdotas en ese patio trasero del programa infantil, que tiene el poder de convertirse en tantos lugares del mundo.
Después de esa conversación, he decidido comenzar este relato por la ubicación de Tayrona en el mapa de Colombia. El parque nacional queda en el noreste del país, camino a la península de La Guajira. Exactamente, a 34 kilómetros de Santa Marta. En las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta y a orillas del Caribe. Parte de su superficie -3.000 de las 15.000 hectáreas- es marina. Lo definen el mar y la sierra boscosa. También lo definen los tayronas, sus antiguos habitantes, y los turistas, los nuevos; la asombrosa biodiversidad -300 especies de aves, por dar un ejemplo-, las palmeras, los monos aulladores, las bahías, los senderos que trepan la montaña, las nubes que insisten en bajar, las piedras gastadas por el golpe de las olas, las heliconias silvestres, los helechos y las serpientes, que a diferencia de las que podría haber en el patio del los Backyardigans, muerden en serio. Por eso algunas de las familias que viven en el parque preparan "contras" o antídotos caseros.
La caminata de una hora para entrar a Tayrona se puede leer como una frontera. A partir de ahí, por más que en algunas zonas haya señal de celular, el lenguaje de la naturaleza salvaje se suma a los códigos del hombre. En cada paso, uno se aleja de lo conocido y se interna en la selva. Le dicen selva, pero es bosque. Tayrona tiene ecosistemas diversos: desde el matorral espinoso, que incluye cactus y vegetación que pincha, hasta el bosque nublado, en la parte más alta -a unos 900 metros sobre el nivel del mar- donde crecen orquídeas, bromelias y hay ambiente de casa embrujada. Arboles de más de 20 metros de altura que esconden el cielo y abren la penumbra. En Tayrona hay tucanes y paujiles, un ave en peligro de extinción; hay jaguares y tigrillos; osos hormigueros y zorros-perros, un extraño mamífero que habita en el parque. Hay movimientos en las copas de los árboles y en las ramas bajas. Hay vida en lo que está quieto. Pero poco y nada es reconocible al principio. Apenas algunos sonidos. Es necesario hacer silencio y escuchar, sacudirse la prisa y darse de alta en la dimensión natural. Parece una obviedad, pero no lo es para los que vivimos en grandes ciudades.
En general, se sabe poco del Tayrona antes de ir y una vez ahí, lo que uno logra saber es por experiencia propia o por preguntón. En la entrada, apenas dan información, no suele haber mapas disponibles y adentro la señalización es precaria. Si alguien de turismo de Colombia lee estas líneas, podría tomar nota: al ecoturista le interesa saber por dónde viaja, analizar el trekking que hará al día siguiente, cuál será la duración y poder leer una descripción del camino. Los carteles que se ven están tallados en madera, muy coquetos, pero la información es mínima.
El parque da al Caribe, pero no es el mismo mar de Cartagena ni siquiera de la vecina Santa Marta. La temperatura es levemente más fresca. Agradable, pero nada de tibia. Y el ímpetu es otro. Es un mar bravo, revuelto, de a ratos enfurecido. En la playa de Arrecifes, por ejemplo, no hay que bañarse. Un cartel, que por cierto debería ser más grande o estar escrito en rojo enérgico, anuncia que murieron más de 200 personas en esa playa. No es para alarmarse, sí para estar atentos. Ni para deprimirse: pasando Arrecifes está La Piscina, una playa de mar turquesa sin ni una ola.
Visitas a la medida
Como en todos los parques nacionales, en Tayrona uno puede diseñar la visita a medida. El lugar tiene varias paradas que funcionan como bases para comer y dormir, y desde allí hacer trekking o tomar sol. La primera caminata, la que se puede leer como una frontera, terminó en Arrecifes, una base recomendada, con infraestructura muy buena.
Hay carpas, hamacas o cabañas, lockers donde dejar las cosas y un restaurante que prepara sopa de pescado y un arroz de coco para pedir la receta. Los jugos, deliciosos. Particularmente el de maracuyá es inolvidable.
Desde Arrecifes se llega en una hora a Cabo San Juan del Guía. El circuito pasa por La Piscina, esta playa ideal para bañarse y descansar bajo las palmeras. Por ahí encontré unos puestitos donde comer arepas de queso o huevo recién hechas. También venden agua de coco. Desde cualquiera de las dos bases principales -Arrecifes o Cabo San Juan- La Piscina es un lugar recomendado para hacer playa. El sendero trepa por las rocas, se escurre entre palmeras bajas y helechos brillantes y pasa por un árbol alto y corpulento donde siempre hay monos tití a los gritos, saltando de rama en rama.
Finalmente, llega al Cabo.
La primera impresión de Cabo San Juan del Guía fue la de estar en una rave. Ambiente de fiesta, carpas en el pasto, mochileros de todas partes. El paisaje del Cabo es espectacular, dos bahías con playa y palmeras que llegan a metros del mar, apto para bañarse.
Más allá, la sierra, el bosque tropical, las lagartijas de cola azul eléctrico, las cascadas escondidas. Me gustó llegar hasta una roca alejada, sobre una lengua de tierra que entra en el agua para ver el escenario de belleza cruda. Hace algunos años esta playa salió en un ranking del diario inglés The Guardian, como una de las mejores del mundo, como un secreto. Desde la roca alejada y con vista a la rave me pregunté -era inevitable hacerlo- cuánto más durará Tayrona en estado salvaje. Hasta ahora no hay resorts, aunque existen los Ecohabs, un sector de cabañas exclusivas donde los rumores aseguran que una vez durmió Shakira.
Desde el Cabo parte un sendero hasta El Pueblito Chairama, un antiguo asentamiento tayrona. Son 2,4 kilómetros de ascenso empinado. Se suben 260 metros. Por momentos, es preciso sujetarse de una raíz, agacharse para pasar por una cueva o acercarse a un arroyo para refrescarse la cara. En el último caso, con atención. En una parada conversé con una pareja de argentinos de Neuquén que acababa de ver una serpiente. Me la mostraron en la cámara: era roja y negra, según supe más tarde, una falsa coral. Otra que suele aparecer en el parque es la mapaná, una venenosa que puede llegar a medir ¡dos metros!
Caminando por los senderos húmedos, con aroma silvestre y alimonado, rodeada de sonidos desconocidos y animales agazapados, más de una vez mojada por la lluvia tropical, me acordé de Lost. Así de espeso es este bosque. Otros evocaron imágenes de Avatar. Y también es fácil pensar en las Farc, en la vida que todavía llevan captores y rehenes en una selva no muy diferente de esta.
Desde la terraza de El Pueblito se ve la parte más alta de la selva y también antiguas construcciones.
Cuando estuve ahí escuché monos aulladores a lo lejos. El sonido retumba en los árboles y asusta.
Hace unos 15.000 años hubo alrededor de 1.000 casas en este sitio. Hoy quedan restos de viviendas circulares, terrazas donde cultivaban maíz y frutales, y cuevas con piedras de sacrificio, donde los aborígenes koguis hacían su pagamento -ofrenda- a la tierra antes de seguir hacia los faldeos de la Sierra Nevada.
Los tayronas se extinguieron, pero la etnia kogui todavía vive en la Sierra Nevada, con 5.775 metros, la montaña costera más alta del mundo. No es raro cruzarse a uno de ellos. Después de todo, es el camino a su casa. Un lugar adonde no llegaron los Backyardigans.
Todavía.