¿Cuándo fue la última vez que un presidente chileno adoptó libre y resueltamente una decisión impopular?
La pregunta, además de pertinente, también puede ser clarificadora. Si se considera que son parte del liderazgo político rasgos tales como convicción, lucidez, aplomo y autoridad, y si además entendemos que los líderes son quienes conducen a los demás, no los que los siguen, entonces quizás la mejor prueba del liderazgo sea el coraje para contrariar el sentir general. Desde luego no es la única. Los líderes también se pueden equivocar, y cuando son tercos y pertinaces en proyectos delirantes pueden llevar a los países a verdaderas catástrofes. Pero, reconocido eso, siempre habrá algo sospechoso en un líder que mira primero las encuestas y después decide para ponerse al servicio de lo que quiere la gente.
Sabemos que el liderazgo de Churchill en Inglaterra se construyó sobre su resuelta convicción interior de que era un error negociar con Hitler. Churchill adoptó posiciones que en ese momento fueron vistas como belicistas, porque efectivamente el grueso de la opinión pública apoyaba las estrategias de paz a toda costa de Charberlain. Después que ocurrió lo que Churchill sabía que iba a ocurrir, que Hitler no iba a respetar los acuerdos, él quedó con un inmenso crédito público para llegar a Downing Street y asumir la tarea titánica de llevar a Inglaterra a la victoria. La suya fue una epopeya donde había poco que ganar y mucho que perder. Si ganaba, Inglaterra iba a quedar básicamente igual, como país libre. Pero si se perdía, el futuro no era otro que el del saqueo, el vasallaje y la sumisión. Ante ese dilema terrible, lo único que el primer ministro prometió a su pueblo fueron la sangre, el sudor y las lágrimas.
Cuando las circunstancias en la vida de las naciones son menos dramáticas, las pruebas del liderazgo político ciertamente son menores. Sin embargo, da para pensar que al menos desde la transición en adelante los presidentes en Chile hayan gobernado con viento a favor casi siempre. Lo que muestra un gobierno tras otros es que los mandatarios jamás desafiaron el sentir popular. Y la pregunta que uno se formula es si no lo desafiaron porque temieron perder popularidad o porque, efectivamente, la buena doctrina en cada momento los llevaba a coincidir con el sentir general.
Qué duda cabe que el Presidente Aylwin fue el gran líder político de la transición. Durante su gobierno se recuperó la soberanía popular y se le dio continuidad al esquema de desarrollo del régimen militar. Sin embargo, Aylwin jamás lo reconoció explícitamente. Habló de justicia, pero de justicia en la medida de lo posible, lo cual seguramente coincidía con la percepción mayoritaria de una sociedad que todavía tenía miedo, que andaba como pisando huevos y que no quería volver a los tiempos de la confrontación y el caos.
Frei tomó decisiones que no estuvieron exentas de riesgo político. Privatizó, por ejemplo, las sanitarias, gracias a lo cual el Mapocho dejó de ser la cloaca en que se había convertido, y las inversiones en infraestructura sanitaria se multiplicaron por 10. Pero en ese momento esa privatización no fue impopular como lo habría sido años después o como lo sería hoy. De suerte que la decisión no lo perjudicó gran cosa. El presidente también indultó a Cupertino Andaur, el sujeto condenado a muerte por el asesinato del niño de nueve años Víctor Zamorano Jones. Fue una decisión abiertamente impopular, pero la adoptó por convicciones profundas y el país lo entendió. "No puedo creer que para defender la vida y castigar al que mata, el Estado deba, a su vez, matar", dijo el presidente entonces. El problema es que después él mismo quedaría salpicado por el uso de esta prerrogativa arcaica al indultar también a un narcotraficante que, gracias a eso, quedó libre.
El Presidente Lagos tomó grandes decisiones ciudadanas. Hubo varias muy jugadas, pero que, sin embargo, no tuvieron nada de impopular, como por ejemplo la negativa de acompañar a los Estados Unidos en su aventura de Irak. Tampoco fue impopular la decisión de meter a la cárcel a la dirigencia de los micreros que desafió al gobierno. El país ya estaba harto de este gremio.
En el primer mandato de la Presidenta Bachelet nada de lo que hizo o de lo que se dejó de hacer -que fue mucho- dejó de monitorearse en las agujas de la popularidad. La escena de ella con el presidente del Colegio de Periodistas de la época reprendiendo a Carabineros por repeler ataque de jóvenes encapuchados quedó grabada como declaración de principios y desde ese momento los exaltados supieron que a partir de ahí las molotov, los piedrazos, los destrozos en vitrinas y calles, los ataques a mansalva a la policía uniformada, la instalación de explosivos, incluso, pasarían a ser parte de un paisaje que a nadie -ni a la opinión pública ni al Parlamento ni a los jueces- le quita el sueño. Las decisiones que ha tomado la Presidenta ahora también tributan a la popularidad. HidroAysén no tenía por dónde salvarse. Y la reforma tributaria fue intervenida por el protocolo de acuerdo con la oposición no porque las autoridades creyeran que el proyecto era malo en sí, sino porque la iniciativa había perdido respaldo en las encuestas. ¿De qué liderazgo entonces estaríamos hablando?
El Presidente Piñera sí se la jugó decididamente en un asunto en el cual nadie tenía mucha fe: la posibilidad de que las víctimas de la mina San José estuvieran con vida. Todos sabemos lo que ocurrió. Fue increíble. Los niveles de aprobación a su gestión se dispararon, pero poco después el affaire Bielsa y las manifestaciones estudiantiles descapitalizaron a su gobierno por completo. Y nadie olvida que fue por querer ser popular que un telefonazo presidencial a raíz de Barrancones terminó por darle un tiro de gracias a nuestra precaria institucionalidad ambiental.
A lo mejor no nos ha ido tan mal en los últimos años. Pero no seamos ingenuos: no ha sido por el coraje o la reciedumbre moral de nuestros mandatarios.