La noche del 24 de octubre de 1944 Florence Foster Jenkins tuvo por primera y última vez en su vida un encuentro con público real, en el ilustre Carnegie Hall de Nueva York. Hubo mucho público, aún más risas y la suficiente cantidad de confusión como para creer que la cosas no habían ido tan mal. Tras 30 años de cantar frente a un escogido grupo de falsos admiradores, al día siguiente de aquella velada neoyorquina, Foster Jenkins también se topó por única vez en su vida con auténticas reseñas: la más suave, la del New York Post, decía que el recital había sido "una de las más raras bromas masivas ocurridas en Nueva York".
Dos días después, la septuagenaria cantante tuvo el ataque cardíaco que la mandó un mes a la cama antes de morir el 26 de noviembre de 1944. Concluía la vida de uno de los personajes más curiosos de la alta sociedad neoyorquina de la primera mitad del siglo XX, modelo singular de perseverancia artística y absoluta falta de talento. Este caso de curioso analfabetismo musical (de parte de Foster Jenkins) y flagrante complicidad (de quienes falsamente la elogiaban) es el motor de dos películas realizadas casi al mismo tiempo: la francesa Marguerite, que se estrena la próxima semana en Chile, y la británica Florence Foster Jenkins, con Meryl Streep.
La producción gala debutó en el último Festival de Venecia con buenas críticas y este año se llevó cuatro premios César (los Oscar franceses), entre ellos el de Mejor Actriz para la protagonista Catherine Frot. En comparación al filme con Streep, Marguerite ha sido descrito como más trágico, con énfasis en el doloroso autoengaño de la protagonista. El realizador Xavier Giannoli cambia, por supuesto, la nacionalidad del personaje original y se toma sus licencias para adaptar el caso de Foster Jenkins: aquí la cantante se llama Marguerite Dumont y la acción transcurre en Francia después de la Primera Guerra Mundial. Es la era del jazz y París es una fiesta. El esnobismo corre a la par con el talento y la pobre Marguerite llega a ser objeto de elogios de un crítico empeñado en encontrar belleza donde no la hay.
En la película del inglés Stephen Frears todo transcurre en la época y lugar auténticos (Nueva York, tiempos de Segunda Guerra) y a diferencia del largometraje francés, el tono es levemente más cómico y al mismo tiempo sentimental. Para algunos críticos, Meryl Streep podría obtener su vigésima nominación a Mejor Actriz como Florence Foster Jenkins, mientras que la actuación de Hugh Grant en el rol de su esposo St. Clair Bayfield es "de las mejores de su carrera" para The Guardian. Aquí también se le otorga especial importancia al personaje de Cosmé McMoon (Simon Helberg, conocido por su personaje de Howard Wolowit en The Big Bang Theory), el pianista que siempre acompañó a la malograda intérprete.
Justamente McMoon entregó años después una asertiva pista de cómo se comportaba el público que asistía a las veladas privadas de la cantante. Según la revista Pacific Standard, McMoon lo describía así: "Para no herir sus sentimientos, la audiencia acordó que cuando Lady Florence se desafinara y la tentación de reírse fuera muy fuerte, todos irrumpirían en grandes aplausos y muchos bravos y gritos. Así no se notarían las carcajadas".
Nacida en 1868, hija de un acomodado abogado de Filadelfia que premonitoriamente nunca quiso que se dedicara a la música, Foster Jenkins se casó a los 17 años con un doctor que le legó el apellido Jenkins y la sífilis. Para muchos, la enfermedad explica el deterioro de su audición y la incapacidad de advertir su total falta de entonación.
Su voluntad de hierro, su amor por la ópera y su fortuna le permitieron crear el Club Verdi en 1917, círculo compuesto de 400 integrantes más la membresía honoraria de Enrico Caruso. Regularmente comenzó a ofrecer recitales en el salón de baile del Ritz Carlton, cada uno de ellos con cinco o seis ovaciones de promedio. Cada uno también, con cada invitado perfectamente aprobado por Madame Jenkins.
Sus veladas se hicieron populares en el cerrado círculo de la alta sociedad neoyorquina y Foster Jenkins llegó a grabar un disco donde incluía una de las más difíciles arias de la Reina de la Noche de La Flauta Mágica de Mozart. Las desafinaciones, entradas a destiempo e incapacidad para pronunciar bien son el común denominador del registro, que hasta hoy se puede escuchar como curiosidad en Youtube.
En ese estado, creyendo que el mundo se privaba de conocer a una voz eximia, Foster Jenkins arrendó para sí misma el Carnegie Hall. El efecto circo se disparó rápidamente y el recital agotó sus entradas: Lady Florence era lo que había que ver y entre el público se podía reconocer a Cole Porter y a la soprano Lily Pons, a la actriz Talullah Bankhead y al compositor Giancarlo Menotti. También, para desgracia de Madame Jenkins, llegó el New York Post, el New York World-Telegram y buena parte de la crítica disponible. Desde el Post dijeron: "Puede cantar lo que sea, menos música". El poeta William Meredith aventuró: "Una experiencia estética pero sólo en la medida de lo bello que pudo ser ver a los primeros cristianos atacados por los leones: en este concierto de inmolación Madame Jenkins fue devorada". De la carnicería, ya sabemos, la cantante no salió viva.