CUMPLIDO un año de mandato, comienzan a aflorar visiones más elaboradas acerca de la forma en que el gobierno hace las cosas, más allá del personalismo mediático que parece caracterizarlo. Genaro Arriagada, por ejemplo, se refirió al "micromanagement" como una forma de interpretar la actual presidencia gerencial. En ella, el jefe de gobierno, estableciendo como principales las funciones administrativas, procura tenerlas bajo control completo por medio de reuniones bilaterales con sus ministros y bajo la atenta vigilancia de la coordinadora del grupo de asesores presidenciales alojados en el "segundo piso".
Si bien Arriagada no deja de tener razón, ello es síntoma de un problema mayor: la disociación que hay en la derecha entre las políticas públicas (policies), consideradas buenas, y la política (politics), generalmente mala.
El fundamento de esta visión se encuentra en la teoría del "public choice", a la que adscriben también connotados técnicos concertacionistas. Esta establece un símil entre el Estado y el mercado, de forma que en el primero también el individuo busca maximizar su interés personal. El político perseguirá las decisiones que favorecen su reelección; el burócrata, incrementar los recursos de su institución para fortalecer su poder dentro del Estado; y el votante, por su parte, buscará obtener del Estado todos los beneficios posibles. En democracia, todo ello conduce irremediablemente al aumento del gasto público y, con ello, de los impuestos, llevando a la economía al estancamiento (al desincentivarse la inversión) y, finalmente, al colapso. La conclusión es evidente: se necesita reducir el tamaño del Estado.
El problema aparece cuando quienes sustentan esta visión asumen la conducción del país. En esta situación, se enfrenta al dilema de compatibilizar la decisión política que, en su visión, está sujeta a incentivos pecuniarios y de corto plazo, con decisiones de política pública, que deben regirse por el análisis de costo-beneficio y operar de forma eficiente. La respuesta es que existen dos mundos, el de la politics y el de las policies. En el primero, en el que operan los partidos políticos, el destino es el desgaste y la futilidad. En el segundo, lejos de la "pelea chica" y donde operan los técnicos, se construyen las políticas de Estado que aspiran, como en el mercado, a satisfacer a alguien que es visto más como cliente que como ciudadano.
La apuesta del gobierno es que es en este ámbito donde se juega el apoyo electoral, mientras que la politics es simple hojarasca que, en definitiva, va a quedar en el olvido una vez que avancen las reformas que, se cree, garantizarán el apoyo ciudadano. Esto explica que el Presidente dedique parte sustancial de su tiempo a la "gestión de la gestión", olvidando que la visión integral del Estado, así como la intersectorialidad y la transversalidad, difícilmente se obtienen mediante la sumatoria de los powerpoints que preparan sus ministros. Mientras tanto, el Mandatario delega la coordinación y conducción estratégica en figuras que, aunque populares, carecen del capital para navegar en las procelosas aguas de la política. Las encuestas parecen confirmar este aserto.