La "tres" era la única micro que iba desde el centro de Arica hasta la Población Miramar, esa que está detrás de El Morro, en el polvoriento Cerro La Cruz de esa ciudad. Y "Manolo", que era como lo llamaba su familia y sus compañeros de la Escuela D-7 Pedro Lagos Marchant, se iba sentado atrás, siempre al lado de la ventana, mirando a la gente, las calles y el mar. Hoy ya no anda en micro, pero a sus 42 años este hombre con risa de niño y bueno para conversar no ha perdido el hábito de ser un pasajero. De ser uno que hoy, sentado en taxis y móviles con choferes que le reconocen la cara y le hablan de la carta que le leyó al presidente durante su show en el Festival de Viña del Mar, todavía le gusta observar a través de un vidrio cómo corre el día, la ciudad y la vida misma.
Manuel García Herrera no sabe manejar, pero hace un par de años se compró un auto que conduce Claudia, a quien llama "La Caracola" y que es su mujer desde hace 12 y la madre de sus tres hijos: Emilio, Santiago y Luciano, que tienen entre dos y ocho años. Dice que le ha faltado tiempo para hacer los trámites, pero, en el fondo, no ha sacado licencia porque no quiere dejar de ser el que siempre ha sido. El segundo de los tres hijos que tuvieron "Manuel padre", nacido en Ovalle, y Normandía Herrera, oriunda de Chillán, sus "viejos" que la mañana de esta charla están en su casa disfrutando a los nietos y esperando los tres conciertos que "Manolo", hoy convertido en estrella, dará en el Teatro Caupolicán a partir de mañana, a las 21 horas, y cuyas entradas están casi agotadas.
García es un tipo sencillo que está aprendiendo a vivir como un hombre famoso. Después de un año consagratorio como fue el 2011 y de su paso por el Festival de Viña, en febrero pasado, lo reconocen en la calle y lo siguen para pedirle autógrafos y hasta en Fantasilandia, cuando fue con sus niños hace menos de un mes, apenas tuvo tiempo de subirse a los juegos con tanta gente alrededor pidiéndole firmas y fotos. El miércoles de la semana pasada fue a cantar al Metro para promocionar su nuevo disco llamado Acuario. Con su sello esperaban a 100 personas. Llegaron mil.
Sentado en la oficina de una radio que le va a dedicar dos programas especiales por su nuevo trabajo, admite con algo de pudor que está disfrutando el reconocimiento popular y los beneficios aledaños. Y no puede dejar de pensar en ese día de 1996, cuando arrendaba una pieza de 20 metros cuadrados en el portal Fernández Concha, en la Plaza de Armas, que recibió unos míseros mil pesos por la tocata de la noche anterior y tuvo que vender "a precio de huevo" su querida colección de discos. "Tuve que 'regalar' a mil pesos álbumes que me habían costado 20", recuerda. "Fue fuerte, pero no tenía otra opción. Había que parar la olla, pero no estaba dispuesto a renunciar a cantar".
Siete años después le pasó algo parecido. Mecánica Popular, la banda que integró desde 1998, se fue "apagando de a poco" y, una vez más complicado con las deudas y ya con un niño en casa, fue a dejar su currículo de profesor de historia a un preuniversitario de Ñuñoa. Esa fue la carrera que abandonó en 1994, cuando sólo le faltaba la tesis para titularse y en momentos en que ya hacía clases en la Universidad de Tarapacá, para venirse a Santiago a estudiar guitarra en la Católica. "Cuando llegué a Santiago lo único que sonaba en la radio era Los Tres y tengo casi la misma edad del Alvaro (Henríquez). Eso grafica lo tarde que estaba intentando dedicarme profesionalmente a la música".
Al nuevo héroe de la música popular chilena la fama le llegó "viejo" y cree que por eso es que se lo está tomando con calma. Su mujer, la "Caracola", es la que lleva las platas de la casa y la que lo ayuda a no perder la cabeza. "Ella es profesora de Educación Diferencial y sus grandes logros son que un niño aprenda una palabra nueva y en eso puede estar semanas o un mes. Eso me equilibra". También hay equilibrio al pensar en el pasado y admitir, sin vergüenza, que su infancia fue pobre. Su casa era de cholguán y piso de tierra y muchas veces faltaba para parar la olla. Recuerda que tenía que ponerle cartón a los zapatos, igual que sus hermanos Eduardo, dos años mayor, y Andrea, la menor, porque no había plata para comprar nuevos. Su papá trabajó probando televisores en la IRT hasta que cerró la empresa y en 1974 consiguió pega como inspector en una escuela al interior de Arica, donde Normandía, su mamá, se fue con él para trabajar en la cocina.
Fueron tiempos difíciles, pero que ayudaron a forjar su carácter y enriquecer su vocabulario artístico. "Escribo mi vida, no literalmente, pero recogiendo todas esas experiencias", cuenta un hombre que, por lo mismo, dice que no quiere "enchular" su vida con dinero, ni revelar más de lo necesario de su vida privada. "Tampoco quiero hacer una épica de mi vida, pero no olvido de dónde vengo y todo lo que he vivido para llegar aquí". Su teléfono tiene varias llamadas perdidas y la entrevista de radio, que es una de las tantas de esta semana, ya va a empezar. Hoy todos quieren a Manuel García y él, en el fondo, sabe que se lo merece.