Pink Floyd resucitará en Chile. El encargado de conseguirlo será David Gilmour, que a pesar de renegar en los últimos años de la banda que lo llevó al estrellato, trajo hasta Sudamérica un show ideal para melancólicos. El pistoletazo de salida del tour se dio la noche del pasado viernes en Sao Paulo, donde la leyenda de 69 años hizo toda una demostración del repertorio que despliega por primera vez a este lado del globo. Un espectáculo que corroboró el anhelo de sus fans: la magia de Pink Floyd sigue más viva que nunca.
Y todo sin los artilugios ni los fuegos artificiales que en otros tiempos inundaron sus conciertos. Apenas algunos haces de luz. Con esa simple atmósfera, Gilmour invitó a los 40 mil espectadores del estadio Allianz Parque a viajar con él del lado oscuro de la luna al olimpo del rock. Una travesía que todavía repetirá doblete en Brasil antes de desembarcar en Buenos Aires y, finalmente, el 20 de diciembre en el Estadio Nacional.
Y aunque el fantasma del cuarteto inglés siempre merodea su presente, los seguidores que colmaron el lugar dieron una respetuosa recepción a sus nuevas composiciones, con las que precisamente abre el espectáculo. Por ejemplo, la lenta introducción de la instrumental 5 am, que inauguró la cita, levantó la ovación de los asistentes. También lo hizo la voz del músico al inundar por primera vez el recinto con Rattle that lock, el tema que da nombre a su nuevo álbum, aparecido recién en septiembre. Aun así, nada fue comparable a la inconfundible huella de Wish you were here, el cuarto tema de la velada y el primero en que tributa al desaparecido conjunto.
A modo de premonición, Gilmour pronunció antes una de las pocas frases que dirigió a sus fans en las más de dos horas de presentación: "Vamos a tocar algunas canciones nuevas y otras viejas, esperamos que estén muy contentos porque definitivamente nosotros tenemos la intención de estarlo". Y aunque la felicidad no se trasladó en labia, las cuerdas de su guitarra recorrieron sin cesar los tracks de una de las bandas más influyentes del siglo XX. El catálogo navegó por el mar experimental de los años 60 hasta anclarse en la era de los 90, cuando la dupla David Gilmour-Roger Waters era ya pasado.
La anécdota de la noche estuvo firmada por Money, uno de los himnos del grupo. Tras la reiterada interrupción del característico repiqueteo de monedas porque el contrabajista no aparecía, Gilmour tuvo que dejar su semblante serio para confesar: "La única música que necesita bajo y desaparece...". Ya no hubo manera de sofocar los gritos, que coreaban una y otra vez el nombre de la desaparecida banda mientras el guitarrista trataba de contener los ánimos. "Bueno, ¡basta!", exclamó bromeando. Pero no bastó, porque los insaciables admiradores, ahora en pie, no hicieron más que aumentar su ensordecedor clamor. Y Gilmour, dándose por vencido, aprovechó para dejar la guitarra a un lado y disfrutar del baño de masas.
Otro que también saboreó la fama fue el joven saxofonista que acompaña al titán Gilmour durante la gira, el brasileño João de Macedo Mello. El veinteañero dio una clase magistral al interpretar sus partes en Us and them y Shine on you crazy diamond, sobre la mitad del evento, ganándose casi más vítores que su maestro.
Luego de un intermedio de 20 minutos, Gilmour continuó defendiendo su escalafón en el podio musical. Y lo hizo con una ecuación de éxito garantizado: regocijándose en canciones de renombre y obviando muchas de sus nuevas composiciones. Una de las excepciones fue The girl in the yellow dress, cuya letra suscribe su esposa Polly Samson y que destila un fuerte influjo de jazz. Un ejemplo que revela cierto distanciamiento de las creaciones progresivas que impregna el nuevo disco de Gilmour.
Antes le había tocado el turno a Astronomy domine, con la que homenajeó al fallecido Syd Barrett, en uno de los momentos más esperados por sus seguidores más acérrimos. Otras secuencias de alto impacto para sus huestes vinieron con temas de los Floyd que no pertenecen a su catálogo más habitual, como High hopes y Fat old sun.
Luego fue el turno de un tibio bis que le sonsacaron, más por tradición que por euforia, aunque no por ello desafinó el artista la nota final. Como suelen hacer los grandes, el mítico músico regresó al escenario haciéndose de rogar, pero sepultando su pecado con Comfortably numb, cuyo solo de guitarra es casi una obra maestra por sí sola. Toda una lección de por qué el nombre de Gilmour tiene entrada destacada en las mayores enciclopedias del rock y en el regocijo de un público que se retiró simplemente feliz.