Donde antes había un puerto, calles, edificios públicos y escuelas, apenas queda un inmenso océano de fango y escombros. No hay agua ni electricidad, un tejado bajo el que refugiarse o señales de vida en pueblos que hasta hace cuatro días figuraban en los mapas. Sólo la nada más absoluta y, bajo ella, los cadáveres de los vecinos que no huyeron a tiempo.
El terremoto y el tsunami que golpearon la costa oriental de Japón el viernes han convertido decenas de localidades en pequeñas Hiroshima, lugares que presentan el aspecto de haber sido atacados por bombas nucleares. Los japoneses han sido llamados a recuperar el espíritu que entonces los llevó a reconstruir el país. Pero, ¿por dónde empezar esta vez?
Minamisanriku era hasta el viernes un idílico destino de postal. Hoy la mitad de sus 17.500 habitantes se encuentran desaparecidos. Sólo tres edificios siguen en pie: un hospital en el que varios pacientes han muerto por falta de asistencia -el personal médico huyó para salvar sus propias vidas-, un salón de bodas y una casa aislada en mitad de un paisaje desolador.
Todo ha sido reducido a un gran vertedero donde se acumula la chatarra de los autos, los barcos y las casas que fueron arrastrados por el mar. Varios vecinos han escrito las letras "S.O.S." con trozos de tela blanca en el patio de lo que fue la escuela local. Tratan de alertar sobre su situación a los helicópteros Chinook que sobrevuelan la zona, cuyos pilotos deben escoger a unos supervivientes y esperar a salvar a otros en una próxima misión.
"Se llevaron a mi hijo al hospital y no he podido saber si está bien", dice una mujer en la ciudad de Sendai, donde las víctimas se cuentan por cientos a pesar de que muchos de los edificios permanecen en pie. "Lo hemos perdido todo".
El mar se abrió paso tres kilómetros hacia el interior de la ahora irreconocible capital de la prefectura de Miyagi, arrasando construcciones que minutos antes habían soportado la fuerza del sismo.
Pero ni siquiera la destrucción del mayor desastre natural de la historia del país parece haber minado la moral de los japoneses. No se ven grandes escenas de dolor en quienes han perdido a un ser querido. Tampoco empujones en las colas de distribución de agua o saqueos en ciudades donde se puede ver víveres a través de los escaparates de comercios cerrados.
Bastaría con alargar el brazo para llevarse un trozo de pan. Sin embargo, hasta los más necesitados prefieren esperar ordenadamente su turno. Japón se enfrenta a la crisis con una mezcla de resignación, interiorización del sufrimiento y dignificación ante la pérdida.
Llevará semanas saber cuántas personas han muerto en las localidades arrasadas por el terremoto. Los servicios de rescate, por ejemplo, buscan un tren que desapareció cuando el tsunami golpeó la costa y que las autoridades creen que se encuentra en algún lugar, enterrado bajo el lodo con todos sus pasajeros dentro. Cuando las olas embistieron, a una velocidad de 500 kilómetros por hora, la suerte estaba echada en función del momento en que sonaron las alarmas en cada localidad. En algunas tuvieron 10 minutos para huir. En otras, unos pocos e insuficientes segundos.
Las réplicas del sismo de magnitud 9,0 son constantes y continúan mientras este corresponsal escribe la crónica bajo el techo de un edificio que cada pocas horas se ladea como un flan.