La muerte purga los pecados de la ciudad más alta del mundo. Un grupo de hombres mata a otro hombre -un ladrón- y lo quema por un delito que no fue penado por los tribunales, mientras los vecinos observan. Cuando cae la última gota de sangre, todos regresan aliviados a casa después de aquel arrebato de justicia, por mano propia, como si nada hubiera pasado.
Se vive o se muere con urgencia en El Alto de Bolivia, una urbe que apareció desordenadamente a 4.000 metros de altura sobre el nivel del mar y que es el embudo que filtra lo que no baja a las autoridades de La Paz, a 3.600 metros. En El Alto están cansados de los ladrones y hay ocasiones en que los matan bajo excusa de una justicia comunitaria y ancestral, aunque a veces, por equivocación, dan muerte a un inocente. Pero también en El Alto, se dice, ocurren acontecimientos cruciales para Bolivia, como aquella presión a punta de dinamita que ejerció la vecindad en 2003, en contra del Presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, lo que, al final de esas protestas, lo llevó a abandonar el poder en las postrimerías de ese mismo año.
El Alto se formó por necesidad. Oleadas de personas del interior de Bolivia llegaron a La Paz, en busca de trabajo y mejores expectativas de vida. Las tres olas migratorias que formaron la ciudad ocurrieron en 1935, posterior a la guerra de Chaco; en 1952, tras una revolución política y social en Bolivia, y en 1985, con las relocalizaciones de los mineros. Sus habitantes se establecieron en el único lugar donde podían, a saber, el sitio de peores condiciones para subsistir cerca de la capital boliviana: alrededor del aeropuerto internacional y a una altura mayor que la misma La Paz.
El suburbio creció tanto que se convirtió en urbe, pero sin mayores cuidados urbanos. Como toda ciudad y pese a ser una especie de tumor de la capital boliviana, El Alto tiene riqueza y pobreza. Clases sociales. Diversión y submundos. Sólo que con menos oxígeno en el aire.
No hay bruma, el sol quema, las calles son anchas y las casas, en su totalidad, están con las vigas al aire, a medio levantar. Un taxi de El Alto me lleva desde la zona de la Ceja; el conductor, Fermín Choque, me dice que no tema, que a nosotros nadie nos va a matar, porque evitaremos penetrar en los barrios donde hay muñecos colgados de los postes de energía eléctrica. El único riesgo, me asegura, son los delincuentes.
-Esos muñecos son una advertencia seria -dice Fermín-. En esos barrios matan a los ladrones, porque a la policía ya se le ha perdido la fe.
Según el Instituto Nacional de Estadísticas de Bolivia, en El Alto hay 300.000 pobres y 165.500 indigentes, por lo que la convierte en una de las ciudades más pobres del país.
Son las 10 de la mañana. Un puñado grande de niños forma un círculo irregular. Se trata de una "zona roja", lo que significa que es un nido caliente de donde salen los menores que se convertirán en ladrones y asaltantes. Y que engrosarán las bandas de narcos que vienen de otros lugares y se atrincheran dentro de las 12.000 hectáreas de terreno construidas y en donde viven 1,2 millón de personas. El Alto es la segunda ciudad más poblada de Bolivia, después de Santa Cruz.
Hay un atasco de vehículos. Desde los buses de servicio público salen voces llamando a pasajeros y los comerciantes ambulantes venden polvo de víbora contra la gastritis e infusiones para eliminar el mal aliento. Pero el ruido no es eterno. Hacia la noche, El Alto queda desierto y sólo el viento que baja desde el Illimani se hace sentir en las calles. A esa hora comienzan a salir los grupos y las bandas de narcotraficantes y de ladrones. Noche. Un indigente se abraza a su perro. El animal está enroscado a sus piernas. Los dos se cubren y se calientan.
-Ocho grados bajo cero -adivina Fermín.
Amanece. El mercado más importante, llamado la Ceja, está en su máximo esplendor. Una comunidad, reunida, dispersándose hacia sus fuentes de trabajo, si lo tiene; mientras que otra parte, sale a buscar algún oficio temporal.
El mejor escenario para conocer la ciudad es la feria de cosas nuevas y de contrabando. Allí se venden relojes de arena y libros piratas de bestsellers y de premios Nobel de Literatura; también se ofrece ropa americana y clavos para aprensar las calaminas de los techos de las casas.
Diez minutos después, una mujer, tirada en el piso, me toma el pie izquierdo e impide que camine. Un hombre que está a mi derecha mete una de sus manos en mi bolsillo izquierdo del pantalón. Yo, asustado, le quito la billetera y 500 dólares caen al suelo. Un puñado de hombres y mujeres me blinda y evita que los ladrones me disparen a la cara los alfileres que tienen ocultos dentro de la boca. También me dejan recoger el dinero.
En el centro, El Alto es una ciudad a medio construir. Y en la periferia, las casas tienen en sus patios a llamas domesticadas, comiendo pasto y alguna siembra de papa. El viento está en todas partes y obliga a vestirse con ropa de lana y a cubrir las orejas con chulos tejidos con hilo de alpaca.
La gente saluda sin mirar a los ojos. Cuando ha perdido la desconfianza se entrega a una conversación donde las palabras sobran.
El 26 de septiembre de 1988, El Alto pasó de ser una ciudad bastarda a una urbe reconocida por ley. Desde ese día es la capital de la cuarta sección municipal de la provincia Murillo, del departamento de La Paz.
La noche vuelve a caer. Ingreso por una calle que es conocida como la "sede del relajo". En este sector, las casas son de dos plantas. Aquí el ladrillo da estatus: es el símbolo de crecimiento económico y por eso la gente lo deja a la vista, para que nadie piense que es de adobe.
En la planta baja hay ventas de abarrotes y en el segundo piso hay galpones donde las trabajadoras del hogar, venidas de pueblos lejanos, se reúnen para beber. Es un bar oculto y una mesera ofrece un balde de chicha. Las mujeres están con polleras. Bailan al ritmo de la cumbia villera. A ese recinto entran hombres. Conversan con las mujeres y luego se las llevan a cuentagotas.
-Algunas nunca más vuelven a sus casas -dice un parroquiano viejo.
En los últimos meses, más de una docena de mujeres fueron encontradas muertas en barrios donde ya no existen casas. En El Alto, el 40% de las 14 mujeres víctimas de femicidio, entre enero y octubre del año pasado, fueron violadas.
En El Alto, los vecinos también encuentran los cuerpos. El 9 de abril de 2011, Maribel Lino, de 20 años, fue hallada muerta en una zona de la plaza de Villa Bolívar, después de haber estado desaparecida durante tres días. Presentó señas de haber sido estrangulada.
Según el INE boliviano, el 72% de la población está insatisfecho con los espacios de viviendas, el 50% critica la educación y el 70% no está satisfecho con el acceso a la salud.
Fermín Choque, el taxista, también tiene una vivienda a medio construir y muestra con orgullo los ladrillos que están a la vista. El también ha progresado, gracias a que trabaja de noche en su taxi. Vive con su padre, Estranilao. El hombre tiene 75 años de edad y dice que El Alto era un pueblo dormitorio, al que se iba a pasar la noche después de trabajar en La Paz.
Paso de nuevo por una calle con la advertencia evidente de que ahí los ladrones no son bienvenidos. Un muñeco de trapo cuelga de un poste del alumbrado público. Lo demuestra la muerte que ocurrió en septiembre del 2011, a 23 años de que El Alto se convirtiera en ciudad. La víctima fue Rubén Flores Nina: 25 años, casado, con dos hijos y sin ningún antecedente penal. Su pecado fue caminar en estado de ebriedad cerca de un vehículo estacionado. Cuatro personas creyeron que era un ladrón de autos y encendieron la chispa. Los vecinos dejaron de hacer la siesta, lo llevaron a la plaza principal de la zona 16 de Febrero y lo lincharon como a un hereje.
Cruzo de nuevo por la Ceja y veo en una acera varios cuerpos tendidos en el piso.
-Es una familia completa -dice Fermín-. Se ven seis cuerpos.
Observo: sólo se ven los pies. De la canilla para arriba, cuerpos tapados con cartón de embalaje de electrodomésticos. Con todo lo visto, llego a dudar que estén durmiendo.