Uno dice que lo sacarán muerto del escenario, el otro se mueve con dificultad. Paul McCartney tiene 76 años, Julio Iglesias 75, y coinciden esta semana en la cartelera musical de Santiago con el ex Beatle de regreso mañana al Estadio Nacional, y el mayor baladista en español de todos los tiempos celebrando medio siglo de estrellato el sábado en el Movistar Arena.

Iglesias se presenta con cierto retraso. Los achaques no le permitieron conmemorar con exactitud los 50 años desde que ganó el festival de Benidorm en julio de 1968 con "La Vida sigue igual", ese clásico compuesto durante la larga recuperación del accidente que hizo añicos el sueño de atajar para Real Madrid, y cuyas secuelas dificultan progresivamente su caminar.

La prensa española justificó en la deteriorada salud que no hubiera señales de actividad en directo en 2018, en cambio a la prensa estadounidense le pareció un desaire que el astro español no asistiera personalmente a recibir un Grammy honorífico este año, el mismo que han merecido inmortales como Sinatra, Elvis y Los Beatles. Porque Julio Iglesias es a pesar de la poquita voz, la pose afectada y proclive a la caricatura para eternizar la imagen de galán, una verdadera leyenda de la industria musical, un astro que trabajó incansable para conquistar al mundo entero más allá del público hispanoamericano.

Su extraordinario ascenso internacional respondió a grabar en otros idiomas y presentarse en cuanto festival existiera. En apenas cuatro años era capaz de actuar al otro lado del planeta en Hong Kong y hasta hoy mantiene récords de ventas astronómicos -250 millones de discos, 2600 certificaciones de oro y platino- por aquella insistencia de dominio internacional incluyendo Estados Unidos. Fue su última batalla por el estrellato total, la más épica y librada en los 80, cuando fue el momento de reforzar al personaje seductor dejando que corrieran leyendas sobre sus capacidades amatorias, la intimidad con 3500 mujeres, extravagante cifra que según los últimos reportes estaba inflada para efectos promocionales, solo habría llevado a la cama a medio millar.

El tiempo ha sido cruel con un artista que basó parte considerable de su popularidad en el aspecto y los vericuetos de la vida privada expuestos estratégicamente. Su discreto caudal ha disminuido al punto que verle en vivo significa percibir apenas el trabajo de sus músicos en una mezcla que desesperadamente intenta realzar una voz carcomida.

En una bizarra visita a la cárcel de Valparaíso en 1975 con presos políticos entre los reclusos, Julio dijo que comprendía lo de vivir encerrado, a él le sucedía lo mismo en las giras. Se fue de pifias y garabatos. Quizás ahora está realmente preso de un pasado imposible de perpetuar. Ya no es el muchacho de sonrisa fácil y sugerente, como interpretar música en vivo se ha convertido en una experiencia cuesta arriba para sus disminuidas capacidades.

Quizás el sábado sea el adiós de Julio Iglesias, lo mismo dicen entendidos y fans de Paul McCartney para mañana en el Nacional. Pero los antecedentes del ex Beatle están en la esquina opuesta del español. Desembarca vital como si la vida no tuviera frenos, viviendo de un pasado que le ha hecho protagonista de los mayores cambios en la cultura de masas en casi 60 años, una influencia tan extraordinaria que el ejercicio de preguntarse cómo sería el mundo si Los Beatles no hubieran existido es un verdadero desafío.

Mientras Julio Iglesias se consumió dentro de sus posibilidades, en McCartney nunca descansó el tipo inquieto que se quedó conectado al swinging London mientras el resto de su banda rápidamente compraba mansiones en los extramuros de la capital para convertirse en el link de Lennon, Harrison y Starr con las vanguardias.

El histórico bajista justifica la nueva visita en su último álbum Egypt station (2018), un disco correcto con más canciones de las necesarias pero aún demostrativo de un artista consciente del valor intrínseco de componer porque la novedad es necesaria y saludable como si se tratara de una rutina de ejercicios.

Entiende aún mejor que de él se espera una generosa cabida a los incontables clásicos que registra con los Beatles, Wings y como solista, y así lo hace por tres horas de música en vivo.

Paul McCartney no solo se perpetúa por la obra sino porque está en pleno desafío al paso del tiempo. No deja de ser emocionante e inspirador más allá de las canciones extraordinarias que este chico de Liverpool sigue empeñado en encantar y emocionar en directo.