Helena es ilustradora de libros infantiles. Catalina es una doceañera cuyo hermano pequeño acaba de desaparecer tras abrir las páginas de uno de esos volúmenes. Hasta el día anterior no se conocían, pero ahora viajan, en una camioneta robada y contra la voluntad de los padres de la niña, camino a la isla Mancera para dar con el autor del libro: los persigue una criatura monstruosa, un tren marino. Eso sí, han hecho un alto en Temuco y a instancias de la hermana de Helena, las tres van a pasear al cerro Ñielol. De un momento a otro, sin embargo, Catalina comienza a convulsionar. Acto seguido, mira al cielo oscuro y anuncia la llegada del señalado tren.

La escena semeja un terremoto. Toda una sección de la colina “era ahora un enorme forado por el cual se perdían rocas y arbustos”. Las tres empezaron a bajar hacia la ciudad “mientras el suelo se abría en surcos, se rompía de la nada y se erizaba como si un tractor invisible lo estuviera preparando para la siembra”. Y no paraba: “La cima de la colina explotó en llamas. Algo recorrió la fila de árboles que la bordeaba, incendiándolos en un segundo. Luego ese algo -una musculosa y brillante bola de fuego- salió de golpe al aire libre rompiendo troncos y ramas y cruzó el cielo”.

La tierra arde y se estremece en El tren marino, la primera novela del periodista Daniel Villalobos (40), crítico de cine de La Tercera y coguionista del filme El club. Hacia el final hay un cataclismo múltiple y para entonces centenares de niños han desaparecido de sus casas, entre ellos el hijo del Presidente de la República. También hay un monstruo gigante hecho de carne y metal, así como episodios de pérdida, hitos iniciáticos, compasión, sadismo, magia, horror, sueños y pesadillas. Y, por cierto, mitología con sabor sureño.

La novela, que llega a los anaqueles la próxima semana, esquiva los rótulos al tiempo que los acumula. No es descartable que asome en las librerías junto a obras de la llamada dark fantasy, como las que firma Neil Gaiman. Tampoco que ande cerca de autores de horror o ucrónico-distópicos, o del género de aventuras que no se dirige a ningún público en particular.  Pero si de Villalobos dependiera y no le quedará más remedio, dice, prefiere la sección “Chilenos”, dado que el libro le parece “muy local: alude a cosas donde muchos se pueden reconocer. Me da lo mismo si alguien lo cataloga de fantasía o ciencia-ficción. Respeto esos géneros, los leo, tengo libros de esos autores, pero no me forcé a escribir dentro de esas reglas”.

Pesadillas metalizadas 

La amalgama sui generis que es El tren marino (que tiene también de política, historia y observación antropológica) no se hermana particularmente con el volumen anterior de Villalobos, El sur (2012), serie de relatos autobiográficos que reconstruye con brutalidad y humor su infancia, adolescencia y juventud en Puerto Saavedra y Temuco. Pero caben observaciones a este argumento (los dolores y temores de la niñez, por ejemplo, se exponen en ambos casos, con prosa certera ). Y también una explicación.

Cuenta el autor que empezó a trabajar en El tren marino hace 10 años, harto antes que en El sur. ¿Por qué la mitología chilena como base para la orquestación de horrores y fantasías? “Porque está ahí para jugar con ella y echarle mano” y porque “es muy divertida si se la mira con atención”, explica. “Chile tiene forma de tren. Hubo una época en que lo recorrían trenes de arriba a abajo y el tren es un aparato mecánico monstruoso que antiguamente echaba vapor, movía sus brazos de hierro y parecía vivo. No entiendo a la gente que los recuerda de forma romántica. Los trenes siempre parecieron pesadillas materializadas”.

Otro punto es la violencia, que puede asomar en escenas cuasicómicas, sádicas y/o llenas de acción. También con la fuerza de cataclismos que devastan todo. O gracias a peripecias espacio-temporales que sitúan al lector en la Escuela Santa María de Iquique, en 1907, recién ocurrida la masacre. Porque, tanto antes como ahora, se lee en el libro, Chile “puede ser recorrido de norte a sur siguiendo las huellas de la violencia”.

Le llaman la atención al autor los extremos a los que se llega en el país “para mantener la ilusión de que tenemos una historia de estabilidad y gente apacible”. La violencia en su libro tiene que ver con eso. Y con otras cosas: “Me gustaba la idea de un país donde ocurren grandes catástrofes, la cosa se reinicia y todos siguen adelante como si nada. Y el pasado rápidamente es pasado remoto”.