Carla Toro (16) tenía 14 años cuando supo que estaba embarazada. Su ficha de control prenatal en el consultorio Pablo de Rokha, de La Pintana, dice: "Embarazo planificado".

–Mi pololo y yo siempre conversábamos acerca de tener una guagua. Él era todo para mí. Me sentía tan sola que era mi única compañía– cuenta Carla.

Desde los 13 años, Carla tenía relaciones sexuales con su pololo, sin cuidarse. La madre, Mónica Cornejo (34), le repetía hasta el cansancio que el día en que empezara su vida sexual tenía que contarle para acompañarla a la matrona y que le dieran anticonceptivos, pero Carla nunca abrió la boca. Se quedó embarazada después de un año y medio de pololeo con Pablo (18).

–Le pedía plata a mi mamá para comprarme toallas higiénicas para que no se diera cuenta de que yo estaba esperando guagua. Ahora mi hermana y yo le tenemos que mostrar las toallas usadas para que nos crea– dice.

Carla contó en su casa que esperaba un hijo sólo cuando su vientre creció hasta los cinco meses. Ese día quedó la escoba. Su mamá se puso a llorar, aunque no dejó de repetirle que la iba a apoyar.

–Al final nos reíamos y mi abuela decía que esto era de familia. Todas las mujeres menores de mi familia han quedado embarazadas cuando chicas. Mi bisabuela, mi abuela, mi mamá y yo. Mi bisabuela tuvo guagua a los 13.

En un sobre, como si fuera un diario de vida, Carla guarda cada uno de los recuerdos de su embarazo: controles, ecografías, boletas, papeles. Su hijo Felipe tiene ahora un año y cuatro meses.

En La Pintana, 27% de las adolescentes es madre. Es la comuna urbana con la mayor tasa de embarazo adolescente en el país. De cada 10 niños nacidos, dos son hijos de madres menores de 19 años.

De todos estos embarazos, al menos el 20% es planificado, buscado expresamente por las niñas. Está registrado en las fichas de las pacientes, como Carla, que se controlan durante la gestación en la red de consultorios de salud de la comuna.

–Hay niñas de 14 ó 16 años que se sientan frente a mí y me dicen: "Quiero tener una guagua"– dice Carolina Sepúlveda, matrona del consultorio Pablo de Rokha desde hace nueve años y coordinadora comunal del Programa de Salud Sexual y Reproductiva de La Pintana. –Han iniciado su vida sexual a los 12 ó 13 años. Muchas familias apoyan estos embarazos, porque piensan que el papá de la guagua después los mantendrá a todos en la casa– agrega.

Cuando llega a atenderse una adolescente con vida sexual activa, lo primero que hacen las matronas del consultorio es explicarle que es arriesgado que un cuerpo tan joven soporte un embarazo y que un hijo tendrá gran impacto en su vida, le generará dificultades económicas y alterará su vida escolar.

–Las aconsejamos, pero no les podemos imponer nada. Si se quieren embarazar, lo van a hacer–, explica la matrona. Carla dice que pensó en tener un hijo porque soñaba con construir una familia con Pablo.

–A mí me gustaba mucho Pablo, nunca fue el gran hombre o el mino, pero me trataba con ternura. Hasta me dedicaba canciones de Álex Ubago y Luis Fonsi.

Pero el pololeo terminó antes de que Felipe, la guagua, cumpliera un año. Carla dice ahora que tener a su hijo fue una forma de salvarse.

–Yo quería tener un hijo para que me acompañara. Felipe me sacó del mundo en el que estaba metida. Yo fumaba marihuana desde los 11 años y todas mis amigas de esa época andan robando autos. Ya no estoy en ésa, porque soy mamá.

EL PROYECTO DE VIDA
No hay ningún programa específico para prevenir el embarazo en las adolescentes que sí quieren quedarse embarazadas. Sólo existen programas para las que no quieren tener guagua–, dice Carolina Sepúlveda.

En La Pintana, los planes de control de la natalidad son los mismos que para el resto del país. Existen siete centros de salud que ofrecen métodos anticonceptivos a quien los requiera, incluidas las adolescentes. Pero esto no sirve de nada si las niñas que tienen una vida sexual activa deciden no usarlos. –El mejor anticonceptivo es un buen proyecto de vida– dice la doctora Paz Robledo, encargada nacional del Programa de Adolescentes y Jóvenes del Ministerio de Salud. Conoce de cerca la realidad de La Pintana, porque trabajó durante siete años en el Hospital Padre Hurtado, donde se atiende gran parte de la población de la comuna. Robledo es pediatra y ha centrado su profesión en el trabajo con adolescentes.

–El problema es que los proyectos de vida de muchas adolescentes en La Pintana son tan limitados por la pobreza y las drogas, que la construcción de su identidad se remite a la maternidad, una de las pocas formas en las cuales ven que se pueden validar y hacer respetar– agrega la doctora.

Los consultorios de La Pintana han llevado a cabo iniciativas propias para prevenir el embarazo adolescente. Este año hicieron ferias de promoción de salud y clases de educación sexual a 600 alumnos en sus colegios. Pero las actividades no son sistemáticas, debido a la falta de recursos.

Según la encuesta Casen de 2006, el 17,6% de la población de La Pintana es pobre y el desempleo llega a 11%. En medio del tráfico de droga, la carestía, el hacinamiento y el abandono, el embarazo aparece como un ancla al mundo de los sueños infantiles.

–Cuando encontré al Jonathan dejé de echar de menos a mi papá– dice Maggerline Barra.

Tiene 16 años. De su delgadez se asoma Jeremías, en un vientre de ocho meses. Maggie lleva un anillo en la mano izquierda. Se casó el 18 de octubre con Jonathan, un compañero del colegio Mariano Latorre, también de 16 años, con el que pretende tener una casa propia y más hijos, aunque por ahora no se puede: Maggie vive con su mamá, María Griselda Arismendi, uno de sus dos hermanos y Jonathan, que gana 150 mil pesos como bombero de una gasolinera.

Cuando Maggie tenía 12 años su papá se fue de la casa y sólo volvió a saber de él en un par de ocasiones. Uno de sus hermanos sucumbió en la pasta base y ahora vive perdido en el norte. Lo único que hacen Maggie y su madre, que son evangélicas, es confiar en Dios. Rezan por él, pero no quieren que vuelva si no se ha rehabilitado.

En mayo de este año, Maggie llegó a la casa de la mano de su pololo, después del colegio, y le comunicó su intención a su mamá: "Nos vamos a casar", habló ella, vestida de uniforme. María Griselda, la mamá, casi se murió.

–Si son unos cabros chicos. Yo creo que la Maggie se embarazó para poder casarse porque yo no le daba permiso– dice María Griselda. Maggie cuenta que se quedó embarazada porque se le olvidó tomar los anticonceptivos.

–Cuando supe que estaba esperando guagua me puse contenta– recuerda.

Hace un año y medio, Leandra Palma, otra niña de 16 años de La Pintana, decidió que sería madre junto a su pololo Ángel Benavides, de 20 años, que trabaja como promotor de bicicletas en el Alto Las Condes.

–Dejé de tomar pastillas y me embaracé después de siete meses. Quería tener un hijo, una familia con el Ángel. A mi mamá le salió otra casa, así que capaz que nos quedemos en ésta– dice sentada en el living de madera donde los hoyos de la pared están tapados con cartones. Tiene siete meses de embarazo. Su hija se va a llamar Iancy. Ella inventó el nombre, para que fuera original. A pesar de ser tan joven, asegura que a nadie le pareció raro que estuviera esperando guagua.

–Las vecinas acá ya ni pelan cuando ven a una niña con guata. Es normal– dice Leandra.

EL PRÍNCIPE ALBO
Primero, dejó de respirar por unos segundos. Después, vino un golpecito rítmico en el pecho que se transformó en galope. A fines de agosto, encerrada en el baño de su casa en la calle Iquique de La Pintana, Bianca Morales intentaba afirmarse el corazón para que no se le fuera volando. Hacía tiempo que no era feliz y mientras sostenía el test de embarazo en la mano, mientras las dos rayitas –una azul y otra roja– aparecían en el plástico blanco, ella se regalaba unos minutos para soñar: una casa, hijos revoloteando y el hombre de su vida, su "príncipe albo", como llama a su pololo en honor al Colo-Colo, mirando la vida en la misma dirección.

En sus 19 años de vida, a Bianca se le habían derrumbado los sueños dos veces. La primera, cuando a los 15 años le contó a su pololo de entonces, con el que llevaba un año y medio, que iba a tener una guagua y él la dejó. Y la segunda, cuando a los siete meses de embarazo de esa primera hija, conoció a su mamá. Sólo había visto una fotografía de ella.

–Dijo que me iba a venir a ver de nuevo, pero nunca volvió. Son las dos decepciones más grandes de mi vida– dice Bianca. Sus padres, adictos a la pasta base, la dejaron al cuidado de sus abuelos paternos cuando ella tenía dos años y medio.

Encerrada en el baño, con el test de embarazo en la mano, por fin sentía que iba a comenzar a construir algo. Su hija Antonia, de tres años, dormía en la pieza. Sus abuelos estaban pegados a la televisión. Temblando se acomodó el pantalón elasticado y la polera deportiva, salió de su casa y corrió hasta la esquina donde estaba Gonzalo (18), que la esperaba ansioso. "Vas a ser papá", le dijo ella saltando de alegría. Él le devolvió un abrazo apretado.

–Lo único que él quería era que yo le regalara un hijo– dice Bianca, de pelo negro con visos amarillos, las uñas de cuatro centímetros de largo, delgada, con un vestido que tapa sus 51 kilos y un vientre de cinco meses.

–Hace tiempo, Gonzalo me escribió una carta diciéndome que yo era la mujer que más amaba en el mundo, pero que faltaba una cosa. Cuando quedé embarazada le pregunté si ahora lo hacía completamente feliz y él me contestó que sí– agrega Bianca, como si contara una travesura de niña chica.

Bianca no trabaja, salió de cuarto medio el año pasado y su pololo gana 240 mil pesos mensuales como bodeguero de una cadena de supermercados. Ella dice que planificó su embarazo conscientemente, sin decirles nada a sus abuelos. Mientras habla con Paula, Antonia corre por los juegos infantiles de una plaza, cerca de su casa.

–¿Usted conoce el dicho "Después de uno malo, la vida le regala uno tres veces mejor"?. Eso es lo que me pasó a mí y por eso la Antonia le dice papá a mi pololo. Él le compra zapatillas de marca, ropa linda. Se gastó como 60 lucas en el disfraz de Stephanie de Lazy Town que ella quería para la pascua. Eso le va a regalar. Esto es todo lo que yo quería en la vida– dice.

La matrona Carolina Sepúlveda dice que, a pesar de los esfuerzos que hacen en el consultorio, hay madres adolescentes que se embarazan por segunda o tercera vez. Si el sueño de la familia feliz no les resulta a la primera, lo intentan de nuevo.

–Por aquí todas las niñas están solas. Casi en todas partes la mamá es la jefa de hogar. No hay papá y muchas veces es por culpa de la droga –dice Bianca–. A mí me contaron que mi mamá era traficante. La única vez que me vino a ver me explicó que me había dejado botada porque mi papá la había violado. Él se fue a vivir a Linares porque quería alejarse de la pasta. Se casó con una mujer que tiene siete hijos. Una vez lo fui a ver y delante de ellos me dijo que yo no era su hija. Crecí con ganas de tener una familia, un hombre que me quisiera. Ahora que estoy embarazada de nuevo lo estoy logrando. Era mi sueño.

LA CHOREZA
Un estudio del Centro de Medicina Reproductiva y Desarrollo Integral de la Adolescencia (Cemera), de la Universidad de Chile, realizado en 2007 por los asistentes sociales Electra González y Temístocles Molina, demostró que una de las consecuencias de la maternidad adolescente es que las hijas de estas madres tienen una alta probabilidad de convertirse, a su vez, en madres durante su adolescencia. En el estudio, publicado en la Revista Chilena de Obstetricia y Ginecología, se ve que las mujeres se embarazaron, en promedio, a los 19,7 años y sus hijas, a los 16,2.

"Esta transmisión intergeneracional de la maternidad adolescente perpetúa un ciclo de desventajas", concluye el estudio, que analizó 255 casos de la zona norte de Santiago.

Las madres adolescentes alcanzan menor escolaridad, tienen un mayor número de hijos y menor calificación laboral y son menos  exitosas en conseguir que sus hijas alcancen estudios superiores, cuando se comparan con las madres que iniciaron la maternidad después de los 20 años, según el informe. También tienen menos posibilidades de permanecer en pareja. En La Pintana, 28% de los hogares es mantenido por una mujer sola.

–Acá, tener una guagua cuando joven es símbolo de choreza, sobre todo si la pareja le compra regalos a la polola: aros, collares y ropa de marca, como las zapatillas Nike Shox– dice Carla Toro.

–Con la guagua, a veces las niñas quieren atrapar a un joven. ¿Qué haces tú en esos casos? Muy poco, porque esa relación les confiere poder. Si el cabro es choro, manda. Puede ser lanza o traficante, pero a ellas les da lo mismo– dice la matrona Carolina Sepúlveda.

Carla cuenta que si alguien se mete con la mujer de un choro hay balacera segura. Las pololas se pasean libres y protegidas por la población. –Dicen: "Yo ando con este cabro porque es choro y sale a robar. Después, mi hijo va a tener puras zapatillas de marca y ropa de marca, no todas esas cuestiones fuleras". Así son. Piensan que ellas y sus hijos van a andar tapizados, como se dice acá– explica Carla.

Carla mira a su hijo Felipe. Tiene que llevarlo en coche al jardín Pupeñi de La Pintana –donde hay 10 apoderadas adolescentes–, después se va caminando al colegio y, en la tarde, después de clases, pasa a buscar a su guagua. Llega cansada a la casa. Ahora Carla, separada de Pablo, su ex pareja, ve las cosas con distancia: –Yo quería estudiar, ser profesional, ser veterinaria y nada de eso va a ser posible. Empecé las cosas al revés, pero Felipe ha traído pura alegría a la casa.

La madre de Carla, Mónica, que tuvo su primera guagua a los 15 años, dice que las adolescentes de La Pintana tienen hijos como si estuviera de moda.

–Se pasean felices con los cabros chicos de la mano. Para ellas es como andar con una Barbie– dice.

Un llamado en la puerta interrumpe el comentario. Es Pablo. Carla, que ha estado peleando mucho con él en la última semana, no sabe qué hacer. Se muerde las uñas mientras lo mira por la ventana, escondida tras la cortina. Más golpes en la puerta.

Mónica deja su té y su pan con salchichón, abre la puerta y sale a conversar con Pablo, que quiere llevar a Felipe a dar una vuelta. Carla sigue mirando por la ventana. Mónica resuelve que el niño salga un rato con su padre. Carla ni siquiera opina. A pesar de ser madre, en su casa sigue siendo una niña.