Luego de prácticamente dos años de clases remotas, en que estudiantes y profesores debieron adaptarse a una modalidad educativa que, a pesar de sus esfuerzos, se vio que es incapaz de reemplazar la dinámica y relaciones que se logran en las clases presenciales, este año al fin se volvieron a abrir la totalidad de los colegios del país. Lo esperable, luego de la experiencia vivida, era que las comunidades educativas valoraran dicha posibilidad y aprovechasen las instancias disponibles para ponerse al día y recuperar los aprendizajes perdidos. Sin duda, es lo que ocurre en una parte importante de los establecimientos del país.

Sin embargo, diversos episodios de violencia y disturbios en liceos de Santiago y Providencia sugieren que allí estaría ocurriendo lo contrario. Bajo la excusa de determinadas demandas o reivindicaciones, grupos de adolescentes han atentado contra la continuidad de las clases y han salido a la calle a cometer actos vandálicos como lanzar bombas molotov, impedir el uso del espacio público, destruir y quemar un bus y hasta a agredir a funcionarios de carabineros.

Este modo de actuar ya lo conocemos, pues es el mismo que se vio antes de la llegada de la pandemia y que, además de tener a los liceos otrora emblemáticos sumidos en una triste crisis académica e institucional, sirvió como detonante del descontrol que afectó al país a partir de octubre de 2019. Así, lo que hemos visto esta última semana permite evidenciar que se trata de una problemática que, con la suspensión de las clases presenciales y las restricciones de movilidad, solo se encontraba oculta, pero que se mantiene viva y está lejos de resolverse.

Algunos pretenderán -ya sea por conveniencia o ingenuidad- que sean los directivos y profesores los que se hagan cargo. Es así como el gobierno ha impulsando la posibilidad de reducir la jornada escolar de forma transitoria, bajo la excusa de que las comunidades se adapten de forma gradual al regreso presencial. Y si bien es cierto que hay una carencia en términos de las facultades y capacidades para abordar los problemas de violencia desde las escuelas -cosa que en paralelo debe ser enmendada-, lo cierto es que se trata de un problema que trasciende lo estrictamente educativo.

El país lleva varios años no solo tolerando la violencia, sino que alentándola según sus propósitos. Incluso quienes hoy son autoridades de gobierno la validaron como método de acción política. Es por ello que el que la alcaldesa de Santiago o el propio Presidente de la República hoy condenen aquello que en su momento respaldaron no basta para ponerle fin, pues el daño ya está hecho, con el consecuente deterioro de establecimientos que han sido el bastión de la educación pública. Pero además, las propias autoridades están siendo víctima de ella y hoy no solo deben ver cómo se va en contra suya, sino que tienen la responsabilidad de detenerla. En ese contexto, las condenas y amenazas de aplicar la ley difícilmente tendrán un efecto en tanto no vayan acompañadas de acciones concretas que permitan ir modificando esta suerte de cultura de la violencia que ya se instaló.