Las elecciones de este año al Parlamento Europeo han generado meses de nerviosismo. ¿Resistirá el centro proeuropeo? ¿Quedará demasiado fracturado para funcionar? ¿Alterará todas sus sesiones un vocinglero contingente de nacionalistas‑populistas?
Pese a su importancia, la discusión de estas cuestiones ha sido el árbol que no deja ver el bosque. Ahora que las elecciones ya han llegado, Europa puede dejar de obsesionarse con su posible resultado y concentrarse en los desafíos reales que tiene por delante.
El primer desafío es la inminente desaceleración económica. Un decenio después de la crisis financiera que sacudió la economía europea y desbarató su modelo político y social, el crecimiento anual promedio no pasa de un modesto 1,5%. Y hay fuertes señales de que vienen tiempos peores: los niveles de deuda están aumentando rápidamente, y el Banco Central Europeo ha relanzado medidas de estímulo para evitar una recesión.
A diferencia de la crisis de hace diez años, el daño provocado por la próxima desaceleración no se concentrará en el sur de Europa; toda la eurozona se verá afectada, incluida la todopoderosa Alemania. La Unión Europea sobrevivió a duras penas a su primera crisis. Una recesión que golpee al núcleo de la UE supone una amenaza seria, incluso existencial.
Diez años tendrían que haber sido suficientes para adoptar medidas que impidiesen que la historia se repitiese. Pero iniciativas como la creación de una unión bancaria y la finalización del mercado común no se han hecho realidad, porque la dirigencia europea ha insistido en discutir asuntos marginales, en vez de implementar reformas difíciles. Es como si no hubieran advertido los negros nubarrones que se ciernen amenazantes sobre el horizonte económico.

Ya es hora de encararlos. El nuevo Parlamento Europeo debe hacer urgentemente lo que sea necesario para reforzar la UE. Pero el ímpetu de esa acción debe proceder, ante todo, de los miembros más grandes e influyentes de la UE; en particular, de Alemania y Francia.

El segundo gran desafío al que se enfrenta Europa es la fractura de la democracia liberal. No es este un fenómeno estrictamente europeo: es visible en todo el ámbito liberal-democrático, incluido Estados Unidos. Pero el apoyo creciente a la invocación populista de la emoción, la nostalgia y el resentimiento ha sido particularmente marcado en una Europa que todavía siente los efectos de la última crisis financiera y enfrenta cada vez más preguntas respecto de la viabilidad de su modelo social.
Hasta ahora, los intentos de resistir a los populistas han sido decepcionantes y en ocasiones desacertados. Algunos, como el primer ministro holandés Mark Rutte, han cometido el error de imitar su mensaje y su estrategia. Otros, como el presidente francés Emmanuel Macron, han promovido visiones de esperanza, mayoritariamente huecas, con resultados desiguales. A esto se suman los erróneamente concebidos intentos de conectar a la UE con la gente, de los que son ejemplo una serie de caóticos debates televisados que han marcado la campaña de este año a la presidencia de la Comisión Europea.
La dirigencia de la UE y de sus estados miembros debe, si quiere contrarrestar realmente la tendencia populista y revivir el apoyo a los principios liberal-democráticos, mejorar en sus intentos de reconectar con la ciudadanía. Para lograrlo, se necesitan una perspectiva más amplia y elaborada y una fuerte voluntad política. Ello exige, en parte, formular una narrativa convincente en favor del proyecto europeo; y, francamente, gran parte de eso requiere mostrar resultados.
La importancia de esto es mucho mayor a la vista del tercer desafío clave al que se enfrenta Europa: la creciente división entre los gobiernos liberales y no liberales de la UE. En los últimos cinco años una fisura se ha convertido en abismo al producirse, en Hungría y Polonia, la supresión de la prensa independiente, ataques contra ONGs y menoscabarse la independencia judicial. En respuesta, los dirigentes europeos han tomado la inédita medida de iniciar procedimientos para aplicar sanciones a Polonia y Hungría conforme al Artículo 7, por erosionar la democracia y no respetar las normas fundamentales de la UE.
Pero, aunque las mayorías del Parlamento Europeo han respaldado estas medidas, el apoyo ha sido carente de entusiasmo, lo que vuelve ineficaz el proceso institucional europeo. Una vez más, la falta de un propósito común menoscaba la capacidad de la UE para hacer lo necesario: en este caso, meter en cintura a los gobiernos no liberales.
El último desafío a que se enfrenta la UE es estructural. Esto incluye, por supuesto, el Brexit, que (cualquiera sea la forma final que adopte) significará una profunda transformación de la UE. Pero la cuestión más fundamental es que la UE sigue fingiendo que es una construcción transnacional, cuando la mayoría de las decisiones (y cada vez más) se toman en el nivel intergubernamental. Para resolver la multiplicidad de problemas que enfrenta, la UE debe reconocer el hecho de que el timón lo llevan los estados miembros, y hacer los ajustes necesarios.
Todos los desafíos a que se enfrenta la UE eran previsibles. Pero, hasta ahora, sus dirigentes no han sido capaces de resolverlos ni de ampliar la resiliencia del sistema. En cambio, han permitido que una puja por el poder institucional les distraiga de la verdadera solución de los problemas. Un ejemplo claro es el intento de la UE de reforzar sus capacidades de defensa, donde se ha dedicado tanta energía a determinar quién controlará los programas y manejará los fondos como al desarrollo de los programas en sí. Esta falta de concentración en las cuestiones reales puede ser la ruina de la UE.
Los europeos han comenzado a darse cuenta de ello. En 11 de los 14 países en los que hace poco YouGov y el Consejo Europeo de Relaciones Exteriores hicieron una encuesta, la mayoría de los encuestados dijeron que consideraban posible el derrumbe de la UE en los próximos 10 a 20 años. Es un revés devastador para un proyecto que parecía erigirse en faro de esperanza para la cooperación global basada en valores.

Cualquiera que sea la próxima composición del Parlamento Europeo, el imperativo para Europa es el mismo. Las instituciones europeas deben cambiar la ambición por humildad y centrar su atención no en su propio poder y estatus, sino en modernizar y fortalecer el proyecto que dicen defender. Si fracasan, el futuro sólo traerá más peligros.