Paula 1186. sábado 7 de noviembre de 2015.

Viví en Chimbarongo, en la misma casa con mi abuela, Isabel Cristina Ávila, hasta los 18 años, cuando me fui a estudiar a Viña. En esa casa patronal en calle García Reyes vivía también mi abuelo Nicolás, mi madre Isabel Carolina, y mi tía Sofía. En el patio hay una gruta con una virgen porque mi abuela es muy creyente; hace mandas, santigua a guaguas y a niños poniéndoles una cruz en la cabeza y repitiendo rezos; y siempre agradece con una oración antes de comer. Hay muchas plantas medicinales (menta, matico, ruda), porque mi abuela creció en pleno campo, en la Cuarta Hijuela cerca de Rancagua, donde aprendió de su madre Elena Parraguez y de su abuela Elena Espinoza, el poder de la naturaleza. Su abuela le enseñó, por ejemplo, que la nieve estaba viva porque era la barba de Dios y que el agua tiene la respuesta de todas las inquietudes, pero que los ríos son traicioneros. De las mujeres de su familia también heredó el oficio de la iriología: mi abuela mira los ojos y ve qué le pasa a la gente.

Crecí en ese ambiente: si me dolía el estómago, me daban agüita de manzanilla en vez de un remedio para el dolor. Si había mala onda en la casa o a alguien le iba mal se prendían velas o se hacía un sahumerio quemando hojas de laurel. Si me quería cortar el pelo, me decían que lo hiciera en luna creciente. Y si andaba rara, mi abuela me miraba a los ojos y me decía que yo estaba triste, que algo me había pasado. Yo le llevaba fotos de mis amigas o mis pololos para que me dijera cosas y muchas veces me advirtió que me alejara de algunas personas, que no eran buenas; la mayoría de las veces le acertó. En mi familia, además de mi abuela, mi tía y mi mamá tienen ese ojo, son muy intuitivas; mi mamá, además, desarrolló el conocimiento de las hierbas; y mi tía es sicóloga. Yo, en cambio, no tengo ese don. Pero sí me pasa que soy muy sensible a cosas sobrenaturales: yo era la única que sentía pasos o que se abrían cajones en las noches en la casa familiar de Chimbarongo.

Hay un episodio en la vida de mi abuela que es bueno conocer para entender este don de buscar personas. Días antes del 22 de diciembre de 1982, soñaba constantemente que la virgen lloraba, una premonición a lo que pasaría. Esa tarde de verano el más pequeño de sus hijos, Jacob, estaba jugando en un tractor y cuando se bajó, la máquina se fue por una pendiente y lo atropelló. Mi abuela perdió a su hijo cuando él tenía 6 años y eso fue un golpe, un quiebre para su vida. Ella era muy creyente, pero en ese momento botó todos los santos y la fe que le había inculcado su abuela, la perdió. Tras la muerte de Jacob desarmó el arbolito de pascua y en mi casa dejaron de celebrar la Navidad hasta 1992, el año en que yo nací. Yo no conocí a Jacob. Hoy él podría ser mi tío y, aunque no esté presente, yo siento que me cuida y me acompaña en mis cosas, es como mi ángel de la guarda.

"Crecí en ese ambiente: si me dolía el estómago, me daban agüita de manzanilla en vez de remedio, si a alguien le iba mal en la casa, se prendían velas o se hacía un sahumerio. Y si yo andaba rara, mi abuela me miraba a los ojos y me decía 'a ti te pasa algo'".

Al año siguiente de la muerte de su hijo mi abuela comenzó a trabajar como irióloga tal como lo había hecho su madre. Puso una consulta en San Fernando, luego en Chillán y Santa Cruz. Pero no sabía que tenía un don sobrenatural. Un día fue una señora a su consulta y le pidió ayuda porque su hijo de 8 años se había extraviado en el estero del pueblo. En un principio mi abuela se negó porque solo veía enfermedades, pero se identificó con lo que le había pasado tras la muerte de Jacob, y con ese dolor. Tomó un papel, hizo un bosquejo y ahí estaba el niño, donde ella había dicho. Esa fue la primera vez que encontró a alguien. Pero eso lo supo muy poca gente.

Mi abuela empezó, además, a hacer un programa en una radio AM: la radio Colchagua. Era un programa que se transmitía entre 10 y 10:30, en el que respondía los llamados de la gente que le pedía consejos de salud, le preguntaba cómo limpiar las casas, atraer la buena suerte o el amor, donde, además, ponía música antigua: Leo Dan, Cecilia, Los Ramblers. Yo de niña la acompañé muchas veces a ese programa; me encantaba ir.Treinta y cinco años después se cambió a otra radio, Éxodo de Santa Cruz, donde sigue haciéndolo: la misma media hora escuchando a sus auditores, entregando consejos e invitando a las personas para que vayan a su consulta.

En los años noventa, Lidia Rojas, una señora que siempre escuchaba su programa, fue a visitarla porque se le había perdido un hermano: Sigilberto Rojas. Había rumores de que lo habían matado para quedarse con su herencia. La mujer le mostró una foto de él. Mi abuela hizo un croquis y dijo: "búsquelo en el pozo". Ahí lo encontraron, muerto. A partir de entonces, se corrió la voz y empezaron a consultarla para encontrar a gente perdida.

Años después, cuando yo tenía 9 años, Carlos Pinto tomó esa historia para El día menos pensado y entrevistó a mi abuela. Fue la primera vez que tuve noción de quién realmente era ella.

Cuando se emitió el programa, todo explotó. Mi abuela se hizo famosa y se formaban filas de gente que iba a visitarla.

Francisca ha acompañado a su abuela Isabel Cristina Ávila en decenas de búsquedas desde que tenía 13 años.

Mi abuela ha participado en varios casos emblemáticos que confirman que su don sí existe aunque la tilden de "chanta". En la tragedia de Antuco en 2005, cuando faltaban cinco soldados por encontrar, el general Juan Emilio Cheyre mandó a buscar a mi abuela y la llevó al lugar. Ahí estuvo durante un mes trabajando con el grupo de rescatistas, hasta que los encontraron. No solo ha colaborado con el Ejército. En 2004 el empresario Francisco Yuraszeck, fue asesinado en San Fernando por su ex socio, Francisco Leyton. Tras un año y medio de búsqueda, Carabineros y la fiscal del caso, Fabiola Echeverría, solicitaron la ayuda de mi abuela y lo encontraron donde ella dijo: enterrado en una fosa en la casa que pertenecía a Leyton.

He acompañado a mi abuela a muchas búsquedas de personas extraviadas, desde que tengo 13 años. Es una experiencia que me gusta: conoces otras realidades. Recuerdo que en diciembre de 2008 se había perdido el rastro en Pichilemu del empresario de Montaña Sport, Mauricio Saba. Su familia quería que mi abuela estuviera presente para ayudar. Esa misma tarde partimos en el auto con ellos, mi abuela, mi mamá y mi tía. Todo era una incertidumbre, no había pistas de Mauricio, solo que había viajado a Pichilemu a comprar una moto. El 31 de diciembre, mientras todos se preparaban para Año Nuevo, la búsqueda se extendió hasta tarde. Llegamos a las diez de la noche a Chimbarongo de vuelta, cansadas y sin motivo para hacer alguna fiesta. Al otro día, el rastreo debía continuar. Nos fuimos otra vez a Pichilemu, y a eso de las dos de la tarde la Policía de Investigaciones encontró muerto a Mauricio en el sector que había marcado mi abuela.

Con las búsquedas no hay fechas importantes ni otras cosas que puedan sobreponerse, lo importante es encontrar a la persona. Y eso es normal en mi vida. Un día puedo estar haciendo mi vida, hasta que me puede llamar mi abuela: "Francisca, cámbiate de ropa, nos vamos a una búsqueda".

En julio de este año estaba en una entrevista en el Centro de Justicia y me llamó mi abuela. Tenía que acompañarla a la búsqueda de Emmanuel Ferrada, un detective de la PDI que estaba desaparecido. Sus compañeros de la Brigada Antinarcóticos la contactaron para que ayudara. Nos subimos en un helicóptero de la institución a sobrevolar la zona, Rinconada de Maipú, donde se había captado la última señal de celular. Yo era una suerte de intérprete: cuando mi abuela sentía una energía más fuerte, ella me tocaba el brazo y yo tenía que avisarle al piloto. Dos meses y medio después, jueves 22 de octubre, en uno de los puntos que ella había señalado, encontraron el cuerpo sin vida al final del río Mapocho. Aunque la hermana de Emmanuel, María Paz declaró días después a los medios de comunicación que mi abuela era mentirosa, porque ella no lo había encontrado, yo puedo decir que sí. Estuve en cada segundo acompañando a mi abuela y sé con exactitud dónde marcó sus percepciones más fuertes. A mí no me gusta que desprestigien el trabajo de mi abuela sin razón.

Hace un tiempo, para un trabajo de la universidad, hice una entrevista a un familiar de un extraviado y le pregunté si creía en las síquicas. Lo primero que escuché fue: "La de Chimbarongo es muy chanta". Yo guardé silencio: no dije que era mi abuela; respeto la opinión de los que son escépticos. Pero en su defensa puedo decir que mi abuela no puede adivinar todo lo que pasa alrededor, ella siempre dice que hay un margen de error, y eso es lo que las personas no entienden. Si no acierta, las críticas hacia ella son muy grandes. Para mí ya es una costumbre leer comentarios donde hablan que ocupa a los extraviados para obtener más plata, pero lo cierto es que no cobra nada. Para ella, este don es lo más grande que Dios le ha dado, sé que trata de dar lo mejor y siempre está disponible para ayudar. A mí siempre me ha interesado mucho el tema de los extraviados, pero el que me ha llamado más la atención es el caso de Kurt Martinson, quien desapareció en San Pedro. Me sé toda la historia, los detalles. Una vez soñé con él, que íbamos caminando, me contaba su vida y me pasaba su chaqueta porque yo tenía frío; desperté cuándo él me iba a decir dónde estaba. En ese momento busqué en internet la última ropa con que lo habían visto y era la que detallaba el cartel de la PDI: chaqueta azul y pantalón verde. Yo no sabía eso, pero cuando comparé el sueño con la información quedé muchos días angustiada. Este año, cuando entré a mi último año de universidad, me prometí hacer un trabajo sobre Kurt, y entrevisté a su mamá, Ana María, para un ramo. Pero no le dije nada sobre mi abuela. Cuando hablo con personas cercanas y cuento lo de Kurt me preguntan por qué no le he preguntado a mi abuela para saber qué pasó con él y ayudar a su familia. Ella tiene su percepción y me lo ha comentado, pero yo sé que la familia no acepta ayuda de videntes o síquicos, entonces por respeto a ellos no lo hago.

Francisca (a la derecha), la autora de este relato, junto a su mamá Isabel Carolina, su prima Ema y su abuela Isabel Cristina Ávila, la síquica de Chimbarongo.

La gente cree que mi abuela ve cosas, que tiene contacto con los muertos, que alucina, pero no es así. Ella no sabe lo que le pasa, no hay nada que explique lo que siente. Solo lo transmite a través de emociones. En las búsquedas cuando tiene una percepción en una zona puede dar un codazo, gritar, guardar silencio o llorar. Aunque asegura que es un desgaste emocional y se cansa, se siente realizada ayudando a otras madres que buscan a sus hijos, dice que su vida es una eterna búsqueda, porque para una madre un hijo nunca muere y quizás esa es la razón por la que ella quiere mitigar su propio dolor y el de otras personas.

Mis amigos siempre me preguntan por mi abuela. Sienten curiosidad. También quieren saber si yo tengo algo del don. La verdad, nunca lo he desarrollado. He tenido dos veces sueños premonitorios y, aunque siento una conexión muy grande con temas espirituales, no va más allá. En mi familia creemos que es mi prima más pequeña, Ema, quien heredó las habilidades de mi abuela. Cuando era más chica tomaba las hojas de canelo para santiguar o curarnos si nos sentíamos mal. Mi tía, mi mamá y mi abuela dicen que jamás me interesé en esas cosas. Ema llegó también en un momento inesperado. Las cosas no estaban bien en mi familia y, como yo ya había crecido, las navidades, los huevitos de pascua pasaban más bien desapercibidos. Cuando nació Ema, todo cambió. Y mi abuela, que a pesar de no tener la misma vitalidad que tenía cuando yo crecí, está volviendo a vivir el proceso que tuvo conmigo.