En la gélida y yerma ribera del lago O'Higgins, a los pies del ventisquero homónimo, al final de la región de Aisén, en una gran nada, vive el ermitaño Faustino Barrientos en una casa hecha con los restos de la cabina de una lancha. Con paciencia tibetana, desde hace más de 15 años se sienta el mismo día de octubre sobre la misma piedra a ver cómo el amanecer proyecta la sombra de un pico cordillerano sobre una roca del suelo.

–En los últimos diez años la sombra de ese pico que se ve ahí–apunta a una especie de colmillo curvo muy notorio, 10 km al otro lado del lago, se ha corrido de aquí hasta aquí– precisa.

En principio, mirar el pequeño y supuesto desplazamiento de la sombra, no produce nada. Es un sutil aumento de 2 cm.

–Dígame usted si estoy en lo correcto– continúa. ¿La cordillera se está levantando o el suelo se está hundiendo?

–¿Es una adivinanza?

–No, pues. Es cierto. Le estoy preguntando.

El viento que baja de Campos de Hielo Sur curte la piel. El agua calipso del lago es mitad chilena y mitad argentina. Las olas salpican gotas heladas que queman la cara. En invierno pasan pequeños témpanos empujados por el viento. En la orilla no hay pasto, apenas algunos arbustos estoicos y árboles carbonizados. Difícil tomarse en serio la pregunta.

La abrumadora intriga es profunda y enigmática para Faustino Barrientos. Tiene 77 años y ha pasado los últimos 51 viviendo solo en medio de la Patagonia rehuyendo el contacto con la gente. Es, en rigor, un ermitaño.

Los habitantes de Villa O'Higgins, el poblado donde termina la carretera austral, a 50 km y tres días a caballo de su casa, lo apodan "el viejo arisco". Lo consideran un loco, un salvaje.

Y aunque en ese remoto caserío la gente es también impenetrable, montaraz y hasta hosca, cuando este hombre senil y silencioso, pero erguido, baja de las montañas cada dos o tres años y se desliza por sus calles, la gente y los niños poco menos que se esconden en sus casas para mirarlo por rendijas en las cortinas.

Él casi no habla con nadie. Vende sus vacas que cría semisalvajes en la cordillera. Gasta todo el dinero obtenido en víveres y 120 pilas grandes, y regresa a las montañas por otros dos o tres años, si no más.

Ahuyenta a los extraños de sus mil hectáreas en Punta Araos –con ventisquero y dos montañas incluidas– con dos pistolas Colt 38 al cinto y una vieja carabina de la Primera Guerra Mundial marca Diana. Y si bien uno tendería a pensar que es violento, curiosamente es, lejos, el hombre más culto e informado de toda la zona. En medio de la soledad se ha vuelto sabio y contemplativo. Es, a su modo, el ermitaño perfecto.

Le gusta sostener diálogos interesantes y deja pasmados a quienes intentan pasarse de listos o hablan groserías y sandeces. A los políticos y funcionarios municipales les tiene asco: si aparecen en su tierra sin motivo, simplemente les suelta los perros.

Aprendió a leer por sí mismo con un manual de una motosierra Stihl y con un diccionario Sopena de los años 50. Cuando no entiende una palabra, la busca en el diccionario. A los 40 años leyó El Quijote.

Desde la Segunda Guerra Mundial su único contacto con el mundo ha sido una radio de onda corta en la que escucha programas en español de radios extranjeras. Se hizo diexista –así se llama esa afición– pues retransmitía las noticias de la guerra a su familia en Candelario Mansilla, sector donde nacieron él y sus diez hermanos. Hoy el sector se llama Once Hermanos.

Sus radios preferidas son la BBC, la Deutsche Welle, Radio Francia Internacional, ciertas radios chinas y algunas argentinas. Le gusta oír programas de política internacional y de ciencia, especialmente Ciencia al día, de la BBC. Ahí oyó del cambio climático, la capa de ozono y el problema con el dióxido de carbono.

Faustino vuelve al ataque.

–¿Tendrá que ver esto con el cambio climático? –repregunta una y otra vez. Miramos el lago. El viento. Las montañas áridas. Y se despacha todo lo que sabe sobre el tema. No intento detenerlo. Todo para él está conectado: el agua del lago, los nuevos vientos fuertes que no amainan, el sutil levantamiento de la cordillera que ha detectado. Es como escuchar a Al Gore en medio de la Patagonia, con un poco más de humildad.

Faustino Barrientos ahuyenta a los extraños de sus mil hectáreas en Punta Araos –con ventisquero y dos montañas incluidas– con dos pistolas Colt 38 al cinto y una vieja carabina de la Primera Guerra Mundial marca Diana. Y si bien uno tendería a pensar que es violento, curiosamente es, lejos, el hombre más culto e informado de toda la zona. En medio de la soledad se ha vuelto sabio y contemplativo. Es, a su modo, el ermitaño perfecto.

El camino propio

–Simplemente sucedió– suele decir Faustino ante dilemas para los que no tiene explicación. Cuando mi padre llegó aquí, no había nada ni nadie. Ni siquiera el lago O'Higgins existía en el mapa.

Extiende un hermoso y amarillento mapa de dos pliegos del siglo pasado sobre la mesa y efectivamente donde estamos parados dice: Territorio inesplorado (sic).

Sus padres murieron y sus diez hermanos emigraron a Argentina y Coihaique a trabajar en estancias. Él se quedó en el campo.

–No me gusta el pueblo. No me gusta estar acorralado. Me gusta el campo, estar libre, estar solo. Ninguna mujer lo soportó mucho tiempo. Una chilota quizás más, pero ya ni recuerdo su nombre. Prefiero así. Estar solo. Todo el tiempo estoy ocupado en algo, pensando en algo. Cuando he ido a la ciudad sólo he visto violencia. Me han robado. Me han estafado. Me han engañado.

Es profundamente sensible a las decepciones. Cuando algo ha enturbiado sus escasas relaciones humanas simplemente ha dicho: "Nunca más".

En el pueblo no creen que le guste la soledad, piensan que se alejó porque mató a alguien. Después de rodear el tema le pregunto:

–¿Mató usted a alguna persona, Faustino?

–¿Yo? ¡Ja!

Comemos algo. Faustino había oído de los teléfonos celulares pero nunca había visto uno. El mío es el primero que ve en su vida.

Al poco rato cuenta.

–Resulta que Bienes Nacionales, sin consultar a nadie, repartió hace unos años tierras que eran mías y de mis hermanos a otros colonos. Incluso a un sobrino que llegó mucho después que nosotros.

Efectivamente, cuando su sobrino llegó a apropiarse de la mitad de la montaña Sarmiento en 1992 se batió a balazos con su tío y de ahí su mala fama con las armas. En Villa O'Higgins dicen que recibe a balazos a los extraños. Faustino explica el incidente:

–Instalaron un cerco en un portezuelo por donde yo pasaba animales. Así que un día lo esperé y lo recibí a balazos.

–¿Pudo haberlo matado?

–Calcule usted. He matado ochenta pumas y nunca se me ha escapado uno.

–Pero, entonces ¿ha matado a algún hombre?

No responde.

Aparecen en la puerta dos aves migratorias canadienses que regresan cada año a su casa y que comen migas de su mano. Pasan la primavera ahí, junto a él, y a fines del verano parten. Debido a mi presencia, no entran. Lo noto melancólico.

–No entiendo por qué no seguimos el ejemplo de los animales–dice por fin. Viven en paz, sin guerras, sin armas, sin flechas... ¿Pensó lo que le dije? ¿La cordillera se está levantando o el suelo se está hundiendo?

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Faustino vive en una casa que hizo con los restos de la cabina de una lancha. "Cuando mi padre llegó aquí, no había nada ni nadie. Ni siquiera el lago O'Higgins existía en el mapa", dice. Extiende un mapa del siglo pasado y efectivamente donde estamos parados dice: Territorio inesplorado (sic).[/caption]

El calendario del náufrago

En casa se saca las pistolas del cinturón y vacía las balas. Como un náufrago, cada día que pasa lo marca en el calendario para no perderse en las fechas.

Faustino Barrientos jamás ha ido al médico. Ni al dentista. Nunca se ha enfermado. Y pese a que los insistentes funcionarios municipales le instalaron una radio UHF con panel solar para que se comunique con la ciudad –en una red de habitantes remotos que todas las mañanas se comunican con Carabineros de frontera– es el único que no la usa.

–La única vez que necesite usar la radio no podré hacerlo porque voy a estar muerto, ja-ja-já.

Está sano como un roble. Carga un saco de avena como si nada. Su secreto de buena salud es que no almuerza, su plato fuerte es el desayuno de huevos de pato, carne seca, papas, pan, avena, café, mate.

–Ocupo mejor el tiempo. Antes almorzaba, me demoraba mucho en cocinar y luego me daba sueño. Durante el día como algo liviano. Galletas, leche, vino.

Cada tanto emprende largas cabalgatas, rodeando sus vacas baguales (salvajes) tentándolas con puñados de sal. Recorre las montañas en busca de pumas a los que mata sin piedad.

Sorprende su autosuficiencia. Hizo las tablas de su casa, sala la carne y en algún momento hasta se fabricó las botas de cuero de potro. En los últimos inviernos las ventiscas han llegado hasta los 90 km/h y le impiden mantener los ojos abiertos. Necesitó unas antiparras. Pero no cualquiera. Durante mucho tiempo no encontró lo que necesitaba, ni siquiera en el pueblo. Hasta que en un viejo ejemplar de revista Sucesos dedicada a los grandes exploradores, vio la foto de un hombre batallando contra la nieve inclinado por la fuerza del viento y mirando fijamente la cámara con unos extraños lentes y se dijo:

–¡Esto es lo que necesito!

Los hizo con cuero de caballo. Los vidrios son de la cabina de la lancha.

Son unas antiparras perfectas y lucen como del Teniente Bello. Al ver la foto de la ajada revista se aclara todo: el hombre de la foto es Robert F. Scott, el conquistador de la Antártica.

Cuando regresa del campo, cena y luego se queda horas pegado a la radio. De noche la atmósfera se enfría y sirve de espejo para la ondas hertzianas que replican las radios de onda corta. A medida que aparecen en el dial sintoniza la BBC un rato y luego una radio china que transmite en español.

Cree que los sutiles cambios de su entorno son una serie de sucesos conectados. La desaparición de la lengua de hielo; el nivel del lago que subió unos centímetros; los témpanos cada vez más escasos; el viento que se ha hecho más fuerte. Es como escuchar a Al Gore en medio de la Patagonia, con un poco más de humildad.

La sombra en el mapa

Como todo asceta, su apariencia física le tiene sin cuidado de un modo que a veces pasma. Qué sentido tiene decir que su pelo es ralo, su barba podada poco menos que a machetazos y que tiene un porte erguido para sus 77 años. Le preocupan mucho más los cambios que está sufriendo su entorno.

Un día cualquiera la lengua congelada del ventisquero que por miles de años estuvo sobre su casa comenzó a retroceder. Él la vio desaparecer de forma tan paulatina como veloz. Hoy sólo se ve un cañadón seco y áspero de donde aún cae un hilo de una curiosa agua que no se congela y que usa para su casa.

Sale al frontis, extiende la mano hacia los cerros y muestra donde estaba el glaciar que desapareció.

–Cuando yo era niño, cruzábamos 3 leguas de hielo– usa la vieja medida–, ahora sólo baja el río.

Se ve algo de nieve en las montañas. Antes se acumulaba tanta que debía disparar a medida que se acercaba para propiciar derrumbes que abrieran el paso del cañadón.

Cree que los sutiles cambios de su entorno son una serie de sucesos conectados. La desaparición de la lengua de hielo; el nivel lago que subió unos centímetros; los témpanos cada vez más escasos; el viento que se ha hecho más fuerte y ahora último, el dato de que la cordillera probablemente se esté levantando.

Le explico que el hombre provoca cambios más brutales. El caudaloso río Pascua, a 100 km de donde estamos, va a desaparecer por las tres represas que instalarán en su curso. No lo puede creer. Lo encuentra imposible.

–Son dos cerros muy altos. No se puede hacer algo tan grande.

–Sí se puede. ¿Conoce usted el cemento, los edificios?

Le exhibo una foto de Santiago de una revista. Pero en vez de fijarse en los edificios su vista sigue de largo hacia las montañas del fondo.

–Hay montañas en Santiago. No sabía. Ese portezuelo tiene un coronado de rocas. No es bueno para las vacas. No deben haber muchas vacas en Santiago.

Un periodista de la Radio y Televisión Italiana lleva dos años entablando confianza con Faustino para grabar un documental sobre su extraño modo de vida, su opción por la soledad, su impecable inteligencia y el afán por el conocimiento. ¿Pero es eso suficiente? Busco su lado humano, sus sentimientos, si es que los tiene por algo, por alguien.

–¿Usted se siente un ermitaño, Faustino?

–Yo sé que piensan eso de mí en el pueblo, pero no soy así. Como le dije, simplemente sucedió. He visto la definición de un ermitaño en el diccionario. Hablan de santos, de ermitas, de devoción. Yo no creo en Dios, ni en nada. Ni en milagros.

–¿Cree en el ser humano, al menos?

Tarda en responder. Sacude los hombros, mueve la cabeza y dice:

–Tampoco.

Nos quedamos en silencio bastante tiempo. Afuera oscurecía y el viento arreciaba. Partió a la casa-lancha a buscar carne seca para cocinar algo y se cuidó de cerrar con candado su dormitorio. Dicen que ahí guarda dinero y que en los años 70 perdió una fortuna por el cambio de moneda. Comimos. Sintonizó algunas radios. Nada interesante. De pronto quise que el barco llegara pronto.

Al preparar la mochila encontré un par de calcetas chilotas que le llevaba de regalo y se las di. Lo vi por un segundo atribulado. Pensé que lo había incomodado. Finalmente abrió el candado de su dormitorio, revolvió unas cajas y trajo los dos mapas de su padre, que ha guardado más de 77 años. Me los puso en la mano.

–Acéptelos. No son por las calcetas. No creo que valgan tanto, ja-já. Son para que me consiga una respuesta. Porque es verdad, la sombra de la Tierra se ha corrido. Creo en usted. Prométamelo. ¿Podrá?

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"¿La cordillera se está levantando o el suelo se está hundiendo?", Faustino repite constantemente la pregunta. Observando la sombra de una roca ha detectado que la cordillera se ha elevado unos 2 centímetros en 15 años.te[/caption]

Epílogo

Pensé desistir y hasta llegué a sentir algo de vergüenza. Al recordar la enigmática pregunta: ¿la cordillera se está levantando o el suelo se está hundiendo? no podía dormir. Un mes después persigo a los autores de un paper de Geofísica que todavía no se publica.

–Aló, ¿con el glaciólogo Gino Casassa?

Para hablar con el científico del Centro de Estudios Científicos de Valdivia hay que sortear a varias secretarias, relacionadores públicos y esperar a que tenga unos minutos de tiempo. En conjunto con el alemán Reinhardt Dietrich, de la Universidad de Dresden, miden el movimiento vertical de la corteza terrestre en la Patagonia y Tierra del Fuego desde hace 5 años.

–Aló –dice Casassa al teléfono– el paper va a estar publicado en abril próximo en Geophysical Research Letters (la publicación más importante de geofísica mundial) y si todas nuestras observaciones son confirmadas, la zona de lago O'Higgins debería pasar a ser récord mundial de levantamiento de la corteza terrestre pues se está levantando a razón de poco más de 2 mm por año.

En 15 años son más o menos los 2 cm que Faustino Barrientos ha visto desplazarse la sombra en la roca.

–¡No lo puedo creer!– dice Gino. Es impresionante que alguien haya tenido esa precisión. La nuestra es una cara y larga investigación de cuatro años de campo, financiada por Conycit y los alemanes de Dresden. En los últimos años hemos observado una diminuta aceleración del levantamiento. La explicación normal serían los ciclos de la glaciación, pero el aceleramiento estaría relacionado con el adelgazamiento de las capas de glaciales de la cordillera por el cambio climático. Al tener menor peso, la corteza se levanta. Ese fenómeno se llama isostasia: una reacción elástica de la capa terrestre.

El paper Monitoreo de las deformaciones de la corteza terrestre en Tierra del Fuego-Patagonia, mediante métodos satelitales, 2002-2006 debería causar impacto en la comunidad científica. Hasta ahora, sólo en Alaska se habían detectado cambios isostásicos importantes. Pero ningún esquimal había reportado observaciones parecidas. •