Durante los años ’90 vi muchas series en el canal Sony que forjaron mi identidad adolescente: desde dramas como Dawson’s Creek y Party of Five, pasando por comedias como Seinfeld y Popular, todas -de alguna manera- definieron la persona que fui. Es que las veía a diario y con pasión. Durante las tardes escolares y las primeras tardes universitarias, estas producciones me parecían mucho más atractivas que cualquier materia de estudio. Me reí, lloré, aprendí inglés y me sorprendí con representaciones de vidas muy distintas a las mías, pero con las que siempre encontraba algo en común.

Entre todas estas series, dramas y comedias, hubo una que me mostró una realidad que hasta entonces a mí me parecía lejana e imposible: Will & Grace. Aquí la homosexualidad, más que un tema de conflicto, era algo para reírse. Esta producción abordaba la diferencia sexual de manera chispeante y genial. Sus personajes eran livianos, sofisticados, inteligentes e irónicos. Se trataba de comedia moderna y rápida, ambientada en Nueva York, y era protagonizada por jóvenes profesionales e independientes.

Para mí, que no tenía idea quién era, ni hacia dónde iba mi vida, y que veía lejana la posibilidad de insertarme en el mundo laboral e independizarme, Will & Grace era una postal de todo lo que no tenía: una vida libre y una identidad expresada con soltura, determinación y carácter. Si bien cada uno de sus personajes era un mundo y todos representaban valores que admiraba, para mí la favorita siempre fue Grace.

Algo segundona y tímida, generalmente era opacada por su brillante y cruel asistente, pero a mí ella siempre me pareció maravillosa. Primero: su pelo. Una abundante melena rojiza y rulienta que enmarcaba perfectamente su particular cara de nariz larga y ojos grandes. Segundo: su ropa. Se vestía como quería, era buena para los escotes y los collares de perlas y aunque su clóset era muy criticado por su asistente, a mí me encantaba. Tercero: su trabajo. Me deslumbraba que alguien tan joven se dedicara al diseño de interiores y más aún que dirigiera su propio estudio. Cuarto: su maquillaje, impecable y excesivo.

A diferencia de los demás personajes que jamás consideraron moverse de Manhattan, Grace vivía en Brooklyn. Y esto marcaba una gran diferencia; la hacía lanzada y autónoma. Sus pares se reían de su forma de ser, del tamaño de sus pies y de su romanticismo. Pero ella sabía responder a sus críticas. Grace era honesta, transparente y sensible. Cuando algo le dolía, lo decía. No tenía miedo en defender a las minorías y todas sus relaciones humanas eran significativas. Por otro lado, la suya con Will es una de las amistades más fieles, profundas y lindas que ha retratado la televisión norteamericana. Por ocho temporadas, desde 1998 a 2006, Will & Grace se encargó de mostrarme a un personaje homosexual representado de forma positiva, pero también a su mejor amiga.

Si Will era un abogado dulce, inteligente, romántico, sensible y divertido, Grace era su contraparte caótica, exagerada, desmedida y absurda. Ambos eran frágiles y profundamente humanos: querían amar y ser amados por otros. Y muchas veces terminaban dándose cuenta que el lazo que los unía a ellos era más fuerte que el de cualquier relación romántica. Esa amistad los dignificaba a los dos. Es que Will y Grace se querían con todos sus defectos. Se encontraban geniales y ridículos. Se acompañaban en las aventuras más locas. Se terminaban las frases. Se querían, se acompañaban y se entendían. Se decían la verdad a la cara. Se conocían tan bien, que entendían que no había Will sin Grace. Y viceversa.