Los 90: Las fiestas de 15




“La verdad es que no fui a demasiadas fiestas de 15. A mí no me llamó la atención la idea de hacer una y mis amigas que sí hicieron, armaron grupos de varias para celebrarse entre todas, lo que redujo la cantidad de eventos. Aún así, sin duda fueron un momento marcador en mi adolescencia.

Marcador por varias razones. La primera es simple: el vestido. Estoy hablando de una época en la que no habían demasiadas opciones en el comercio, uno se lo mandaba a hacer con una costurera y, en mi caso, no sé por qué siempre quedaban mal hechos. Me acuerdo particularmente de uno verde que tenía el forro chueco. Mi tez es muy blanca y en ocasiones roza lo amarillo/verdoso, por lo que comprenderán cuán sentador fue para mí el modelito. El año anterior, para mi fiesta de graduación de octavo, había ido a la misma costurera, me hice la sofisticada y le pedí un vestido rojo de inspiración china. Me pregunto si hoy me acusarían de apropiación cultural. Definitivamente fui original en ese aspecto, porque lo que se usaba era el vestido con breteles, el que atrás era cruzado con una o muchas tiritas, o el strapless. Siempre monocromáticos.

Ahí estaba yo, chocha, con mi vestido verde cata de acetato, corto y de forro corrido, un moño en el pelo y base solamente; mi cara era de un color, mi cuello era de otro.

Me acuerdo particularmente de un vestido verde que tenía el forro chueco. Mi tez es muy blanca y en ocasiones roza lo amarillo/verdoso, por lo que comprenderán cuán sentador fue para mí el modelito.

Sí, ahí estaba, con mis pantys transparentes brillantes, de ojos delineados negros, brillo rosado en la boca y unos aros que me daban una alergia tal, que sentía que se me iba a caer el lóbulo de la oreja. Pero daba igual, valía la pena.

Yo estaba feliz con mi cola de caballo, pero lo que realmente había que usar eran los bucles que partían desde la mitad del largo del pelo o sacar dos mechones desde la frente si se estaba con un peinado alto. Clave.

La expectación era mucha, por lo que básicamente era el único tema de nuestras conversaciones por un largo período, porque los preparativos requerían de tiempo.

No existían los mails, no existía el WhatsApp; era un mundo sin internet, así que la invitación era en papel. Pero no sólo estábamos invitadas, también había una misión: cooperar con la convocatoria, así que había mucho primo involucrado.

Entre el vestido, el peinado y el maquillaje, ya éramos grandes. Así como nuestras narices eran más grandes que el resto de nuestra cara y los brazos desproporcionados al resto del cuerpo. Adolescencia galopante, mucho frenillo, bastante espinilla y unas hormonas que se revolucionaban aún más cuando sonaban Estoy Aquí, de cuando Shakira era morena; Here Come the Hotstepper de Ini Kamoze o Saturday Night de Whigfield. Los CDs eran caros y los aparatos para copiarlos aún eran un lujo asiático, así que el DJ ponía lo que podía.

El escenario de todo esto era un espacio lleno de un humo artificial con olor intoxicante, donde conversábamos chinchosas y nos iban sacando a bailar personajes que usaban corbatas con refinados diseños del Pato Lucas o Mickey Mouse, y -si la cosa iba bien- nos las pasaban para que nosotras las usáramos, encantadas.

La oferta del bar era bebida, jugo, primavera o ponche con un helado de piña de calidad bastante cuestionable. Nada con alcohol, claro.

Como dije, no fui a muchas fiestas de 15, no fue algo masivo en mi grupo de amigas, pero sí fueron inolvidables. Me conmueve el esfuerzo que hacían mamás y papás en regalarle eso a sus hijas, era algo especial, mucho más grande que una celebración de cumpleaños cualquiera.

Más allá de lo concreto, representaban algo. Me atrevo a decir que en mi época era una especie de ritual, un símbolo que marcaba la entrada a la verdadera adolescencia, la adolescencia profunda. Cumplir 15 años significaba algo que creo que nadie entendía bien qué era, pero era un paso que iba mucho más allá de esas noches de fascinante glamour amateur que vivíamos maravilladas entre brushings, bucles, brillos, secreteos, coreografías, lentos y, sobre todo, una mezcla de nervios, excitación e ilusión que pocas veces se vuelve a sentir con el paso del tiempo.

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