Los seres humanos aprendemos a mentir entre los dos y los cinco años. A medida que crecemos, somos capaces de inventar escenarios falsos cada vez más intrincados y complejos, lo que nos convierte en mentirosos más efectivos. Los mentirosos se hacen, no se nacen. Es por eso que la mentira, desde una perspectiva psicológica, es una habilidad aprendida. Para la neurociencia se trata de una cualidad que adquirimos a través de la evolución y que responde a una necesidad de interactuar con un entorno complejo. A lo largo de nuestras vidas estamos rodeados de mentiras. Algunas inofensivas, otras no tanto.

La filósofa sueca Sissela Bok ha estudiado las mentiras y su connotación moral desde finales de la década de los setenta. En sus publicaciones ha definido la mentira como un mensaje engañoso que se manifiesta a través de una declaración falsa. Pero no todas las mentiras son iguales. Existen grados de mentiras y mentirosos: es distinto inventar que exagerar una realidad. Es distinto omitir partes de una historia que inventarla por completo. La directora del Colegio de Psicólogos de Chile, Isabel Puga, explica que la mentira es nociva cuando merma la confianza y afecta las relaciones con nuestro núcleo cercano. Pero aclara que también existen mentiras -mucho más frecuentes- que son aceptadas por el entorno. "Hay una cuestión social en relación a la mentira. Si nos preguntan en la mañana cómo estamos y respondemos 'bien, gracias' aún cuando eso no sea cierto, esa falta a la verdad obedece a patrones culturales y no es necesariamente una mentira dañina".

Si bien existe un consenso en torno a que la mentira impide que las personas podamos vincularnos de manera sana en la sociedad, vivimos en un mundo en el cual las falsedades abundan. Según estudios realizados por el psicólogo Robert Feldman, las personas mentimos en promedio 3 veces en 10 minutos de conversación. Puga explica que esto es especialmente aplicable cuando estamos tratando de generar una imagen de nosotros frente a otros. "Tendemos a retratarnos de una manera determinada frente a los demás, y eso muchas veces implica mentir. Es común mostrarnos exitosos y felices, cuando la realidad es que ninguna vida es perfecta", señala la especialista. Pero además de mentirle a los demás, a lo largo de nuestras vidas las personas adquirimos la capacidad de mentirnos a nosotras mismas. Y el mecanismo que permite atraparnos en nuestros propios engaños es la disonancia cognitiva.

Este concepto es un término que acuñó el psicólogo estadounidense Leon Festinger en la década de los 50, y se puede definir como el malestar que se genera en nuestro organismo cuando adquirimos creencias o pensamientos que son contradictorios entre sí. Esta reacción a nivel cerebral nos permite identificar cuando estamos siendo inconsistentes con nuestros propios paradigmas o cuando intentamos engañarnos a nosotros mismos. Ejemplos de disonancias abundan en la vida cotidiana, pero algunos de los más comunes tienen que ver con hábitos que ya hemos adquirido y que no se ajustan completamente a nuevos valores o creencias: muchas personas nos impactamos con las imágenes de los efectos de la contaminación por el plástico en el mar, pero no hemos sido capaces de dejar de comprar agua o café en envases plásticos desechables.

Vania Figueroa, académica especialista en neurociencia y miembro de la Red de Investigadoras, explica que se ha logrado determinar que la disonancia cognitiva es un proceso complejo, en el que participan varias de las estructuras del cerebro, pero que afecta a las personas en distintos grados de intensidad. Gracias al uso de la resonancia magnética funcional se ha podido constatar que varias zonas de la corteza cerebral se activan cuando mentimos y cuando nos autoengañamos. Figueroa aclara que la disonancia cognitiva es una especie de contradicción vital, y por eso lo que se genera a partir de ella es un malestar a nivel físico y emocional, que nos alerta de que estamos mintiendo. "Para resolver el malestar necesitas desencadenar mecanismos que a su vez generen reacciones", añade.

La psicóloga clínica Adriana Medina explica que cuando se produce una disonancia tenemos cuatro posibles caminos para resolverla. El primero es ignorar el problema, hacernos creer que el comportamiento inconsistente con la creencia no es tal y que la contradicción realmente no existe. Otra de las formas de abordarlo es trivializar la disonancia, modificando de forma muy superficial alguna de las creencias contrapuestas para que el choque entre ellas sea menor. La tercera opción es buscar una justificación para ese comportamiento disonante y tratar de convencerse a uno mismo de que existe una razón de peso que valida la inconsistencia. La última estrategia, la más difícil de lograr, es generar un cambio real en la conducta que permita erradicar el malestar porque efectivamente se está atacando su causa: el autoengaño.

De todas las fórmulas que podemos emplear para resolver una disonancia cognitiva, según la especialista las tres primeras son las más comunes. Y las tres implican algún nivel de autoengaño. La última respuesta, que sería la única que no lo hace, es cambiar la conducta disonante. Medina explica que las personas tendemos a optar por la negación porque modificar conductas requiere de un esfuerzo mayor y generalmente se trabaja a nivel terapéutico. El ejemplo de la contaminación es muy ilustrativo, porque si bien existe suficiente malestar como para modificar ciertas conductas, no a todos nos genera suficiente disonancia para hacer el esfuerzo que requiere un cambio más profundo. "Para nuestro cerebro es más fácil aceptar una mentira como verdad que modificar un comportamiento. El cambio es un proceso de mucho gasto y que además genera altos niveles de malestar", dice Medina. Es por esta razón que finalmente optamos por cualquier alternativa que nos ahorre la incomodidad, incluso si esto conlleva mentirnos a nosotros mismos.

Si bien ante una contradicción vital el autoengaño es la opción favorita -salirse de la dieta y hacer como que en realidad no cuenta porque 'fue solo una vez' o comprar esa botella de agua porque 'un desecho plástico más no cambia las cosas'- esta alternativa no es inocua. Una de las estrategias para resolver la disonancia es engañarnos para justificarla y poder convivir con ella, pero mentirnos a nosotros mismos tiene consecuencias más allá de la incomodidad momentánea que nos genera. "Cuando uno miente repetidamente, la respuesta de la amígdala va disminuyendo. El efecto concreto es que dejas de sentirte mal y vas generando una especie de tolerancia en la que el engaño ya no te genera una reacción fisiológica de incomodidad o malestar", explica Figueroa. Mientras más mentimos, más tolerantes a la mentira nos volvemos, porque ya no hay respuestas que nos indiquen que lo que estamos haciendo está mal. El mecanismo que nos alerta de nuestra inconsistencia o contradicción vital y que nos protege del autoengaño se debilita y hace que mentirnos a nosotros mismos se vuelva el pan de cada día. Y como mentirnos no elimina la inconsistencia, la imagen social que tenemos se ve afectada. Porque nadie confía en un mentiroso.

Los seres humanos tendemos a buscar la consistencia en todos los ámbitos y por eso enfrentar una disonancia cognitiva no es una experiencia agradable. Lejos de serlo, Isabel Puga afirma que se trata más bien de una situación dolorosa “porque implica ver realidades que hemos tratado de ignorar y que luego debemos integrar. Y eso no es fácil”. A pesar de lo complejo que pueda ser confrontarlo, cuando nos autoengañamos y no le hacemos caso a esa ‘voz’ interior estamos perdiendo una valiosa oportunidad. Al no prestarle atención a ese malestar que se genera a raíz de la disonancia, dejamos pasar una instancia para evaluar nuestras propias creencias y pensamientos y decidir si efectivamente se ajustan con quienes queremos ser. Muchas veces acarreamos ideas que hemos aprendido, discursos ajenos que hemos hecho propios y que, en el transcurso de la vida, se ven amenazados cuando nos enfrentamos a nuevas experiencias o realidades que desconocíamos. En esos casos la disonancia cognitiva es un llamado de alerta que debiésemos escuchar. Adriana Medina explica que no enfrentarnos a nuestras propias mentiras no solo implica que perdemos una posibilidad de crecimiento, sino que incluso puede ponernos en peligro. “Si no haces un buen proceso de análisis sobre ti mismo y, por el contrario, refuerzas las disonancias, lo único que logras es establecer filtros distorsionados para percibir el mundo impidiéndote ver el panorama completo”.