Jesús Rodríguez, de 8 años, no se despega de su madre, Maricarmen Bruzzone (38). Es un miércoles de junio y nunca más volverá al hogar de menores Nuestra Señora de Guadalupe, donde vivió en el último lustro. El viaje hasta su casa dura dos horas, la micro va repleta y afuera llueve sobre Santiago. Jesús, enterrado en los brazos de su madre, le da besos, la mira casi sin parpadear.

–Ahora eres mío –le dice Maricarmen.

Jesús le había dicho a todo el mundo que se ahorcaría si la jueza no lo dejaba irse del Hogar. Por iniciativa propia le había escrito una carta al juzgado, suplicando regresar a su casa. A escondidas, y al oído, le decía a su madre que se escaparía; ella lo alentaba a ser paciente. Era tanta su ansiedad que un día, en el recreo, agarró el micrófono de inspectoría general y anunció a los cuatro vientos que se iba del Hogar para siempre.

–Dicen que la lluvia son lágrimas de Dios –comenta Jesús, seriamente, mirando por la ventanilla. –¡Lágrimas de Dios! –añade de pronto, sarcásticamente, y se mata de la risa.

La ironía es parte de su repertorio emocional. "Es un niño fuera de serie", dice Gloria Rosales, la asistente social que ayudó a que Maricarmen volviera a vivir con Jesús. "Tiene una chispa intelectual que descoloca y una capacidad de afecto infinita que derrite a todo el mundo", remata. Un funcionario del Hogar, que lo conoce desde que ingresó, matiza: "Ahora el niño es una maravilla, pero no siempre fue así".

Antes del hogar

En diciembre de 2001, la víspera del cumpleaños número 33 de Maricarmen, su marido, Carlos Rodríguez, murió en un accidente de autos en Caracas, Venezuela. Ella se quedó sola en un país ajeno, sin plata y con un hijo de tres años.

Devastada por la pena, angustiada por la falta de plata y sobrepasada por la crianza de Jesús decidió volver a Chile. Los médicos le habían dicho que su hijo era un niño hiperactivo con trastornos severos de lenguaje. Tenía tres años y todavía no aprendía a hablar. "Jesús ni siquiera sabía decir mamá. No hablaba una sola palabra. En cambio, se movía todo el día. Nunca estaba quieto. Vivía tocándolo todo. Eso me ponía sumamente nerviosa", recuerda su madre.

Maricarmen trabajó como conserje hasta que reunió el dinero de los pasajes. En Chile tenía puestas sus esperanzas de salir adelante y de darle atención especializada a Jesús, pues confiaba en el apoyo de su familia. Pero no fue así: su madre la recibió fríamente y sólo le permitió quedarse en la pieza más chica de la casa. "A su marido no le gustó que llegáramos como caídos del cielo y muchos menos que Jesús fuera hiperactivo. Una tarde, Jesús rompió una figurita de lapislázuli y se enfureció. Desde esa vez Jesús y yo pasábamos toda la mañana dando vueltas a la manzana para no molestar en la casa. Por más que pensaba, no se me ocurría adónde irnos. No tenía ningún apoyo", dice Maricarmen.

En el colegio las cosas no eran mejores. Recién al quinto día de haber empezado las clases, la profesora logró que Jesús se mantuviera sentado durante toda la jornada. En las tardes, cuando Maricarmen lo iba a buscar, Jesús se agarraba al portón del establecimiento porque no quería volver a la casa. Sabía que tendría que quedarse encerrado en la pieza con su mamá, hasta que se hiciera de noche.

La situación se volvió insostenible cuando se acabó la plata. Maricarmen llevaba tres meses en Chile y todavía no tenía trabajo. Una de las profesoras de Jesús le sugirió que lo internara temporalmente en un hogar de menores, mientras ella estabilizaba su situación. Maricarmen no tenía otra alternativa. Sabía que su madre no se haría cargo de Jesús si ella encontraba un trabajo. Y aceptó la sugerencia, sin imaginarse lo que se le venía encima.

Poco después la profesora fue a buscar a Jesús para llevárselo al Hogar Nuestra Señora de Guadalupe. "A él le dijo que iban a ir a pasear y a mí me pidió que no me despidiera para no hacer las cosas más dificiles", cuenta Maricarmen. "Cuando se llevó a Jesús, no pensé nada. Nada. Recién en la noche entendí que no estaba y que no estaría durante quizás cuánto tiempo, y me puse a llorar".

Tan lejos, tan cerca

La primera vez que lo fue a visitar al Hogar, Jesús estaba jugando en el patio. En cuanto la vio se tiró a sus brazos y ahí se quedó, quieto, completamente quieto, como nunca antes. No jugaron, ni siquiera lloraron. Estuvieron abrazados durante las dos horas que duró la visita. Pero cuando Maricarmen le dio un beso para despedirse, Jesús hizo una pataleta descomunal, con gritos que retumbaron en todo el edificio. Y siguió haciendo la misma pataleta todos los sábados siguientes, justo cuando su madre se despedía. "Pero un día Jesús no lloró más y antes de que se terminara la visita me hizo chao con la mano –seguían sin hablar–, y se fue a jugar con los demás niños", cuenta Maricarmen. "Yo supongo que él pensó '¿Para qué lloro si ella se va igual y yo me quedo aquí?' ".

Gracias al apoyo pedagógico que Jesús recibió en el Hogar, a los pocos meses empezó a hablar y por primera vez dijo "mamá". Ya tenía cuatro años. "Es muy raro que Jesús no supiera hablar. La única palabra que había aprendido a decir era papi, siempre la repetía. Por eso no me atreví a decirle que Carlos había muerto. Creo que terminó acostumbrándose a no verlo, pero como no sabía hablar, no sé qué pensaba ni qué sentía de verdad. Lo mismo pasó cuando lo interné en el Hogar. No podía comunicarme sus sentimientos verbalmente", relata Maricarmen, intentando explicarse la distancia que se instaló entre ella y su hijo.

Cada vez se le fue haciendo más difícil manejar las situaciones cuando Jesús se iba a pasar unos días a su casa, con autorización del Hogar. Incluso cuando Jesús ya hablaba con soltura. "Hacía lo que él quería. No me hacía caso, no escuchaba las órdenes que yo le daba", relata Maricarmen. "Al final, yo lo perseguía todo el día diciéndole '¡Come bien!, ¡Te vas a ensuciar!, ¡Arréglate la camisa!'. Me alteraba y le empezaba a gritar". Jesús gritaba de vuelta: "¡No, no, no!".

A medida que Jesús fue creciendo, sus gritos se convirtieron en insolencias y Maricarmen, fuera de sí, le respondía con palabras hirientes. "Yo no sabía cómo actuar para que Jesús me hiciera caso. En el Hogar los encargados me explicaban las cosas a grandes rasgos, me mostraban fotografías del cerebro para que yo supiera qué le pasaba a Jesús y yo no entendía nada, con suerte salí de cuarto medio".

A mediados de 2005, la situación económica de Maricarmen había mejorado. Trabajaba como cobradora de micro y se había casado con Ricardo, quien era operario de una fábrica de piezas metálicas. Inmensamente contenta, se llevó a Jesús a la casa por todas las vacaciones de invierno, con autorización del Hogar. Para completar su alegría, Ricardo y Jesús se llevaron bien.

Una tarde, pocos días antes de que se terminaran las vacaciones y Jesús volviera al Hogar, Maricarmen entró a la pequeña habitación de su hijo y vio los juguetes desparramados. Le pidió que guardara los autos a control remoto y los robots humanoides en sus cajas, pero él estaba hipnotizado mirando los dibujos animados de la tele. "¡Jesús, Jesús, Jesús!", le dijo, hasta que él le respondió gritando "¡¿Qué querís, vieja?!". Maricarmen le estampó una cachetada que lo hizo llorar de rabia y dolor.

Jesús les contó a sus tutores que su madre le había pegado y a Maricarmen le suspendieron el permiso para sacarlo del Hogar. "Yo llevaba más de dos años peleando para que Jesús pasara cada vez más días en mi casa. Estaba haciendo todo lo que me pedían para que me lo devolvieran. Pero la cachetada cambió todo. Para mí fue una tragedia", relata.

Entonces, por mediación de la psicóloga del Hogar, Maricarmen y Jesús ingresaron al programa de terapia familiar de la Fundación Rodelillo, una organización que apuesta por la superación de la pobreza a través del fortalecimiento de los lazos familiares y comunitarios. Esto ocurrió en septiembre de 2005, cuando Jesús llevaba tres años en el Hogar. La terapia que le imponían a Maricarmen como condición para recuperarlo duraría un año y ocho meses.

En la Fundación, Maricarmen conoció a Gloria Rosales, la asistente social que tomó el caso. "Siempre fue la más puntual y la más comprometida de todas sus compañeras, a pesar de los severos problemas que tiene para moverse", comenta. Efectivamente, Maricarmen sufre de distrofia muscular, artrosis en la pierna izquierda, tendinitis en la cadera y una leve insuficiencia pulmonar. Camina lentamente y evita las escaleras, porque apenas puede levantar las piernas. Se demoraba dos horas y media en trasladarse desde Cañaveral, la penúltima calle que puede encontrarse en los mapas de Quilicura, hasta la Fundación, en Quinta Normal.

En Rodelillo, Maricarmen recibió la atención especializada que necesitaba. "Ella venía con repertorio afectivo muy precario. Eso fue el centro de la terapia. Aquí aprendió a ser más afectiva y más tolerante", explica Gloria Rosales.

El trabajo de la Fundación Rodelillo se divide en la atención psicosocial individual y en terapias grupales. "Maricarmen llegó con el estigma de 'mala madre', y de tanto escucharlo, empezó a creerlo. Se sentía invalidada por haber abandonado a su hijo, por la cachetada que le había dado y porque no conseguía que su hijo le hiciera caso. Por eso fueron fundamentales el respeto y el afecto que le demostraron las mujeres que participaron con ella en la terapia", cuenta la asistente. "Al principio ella peleaba con su hijo de igual a igual, como si fuera otro niño, porque no sabía imponer autoridad. Trataba de enseñarle muchas reglas y lo que Jesús necesitaba era afecto, no buenos modales".

Maricarmen no podía hablar de Jesús en las terapias grupales sin ponerse a llorar. Hasta que una vez una compañera le dijo: "¡Pero por qué no haces algo, por qué permites que retengan a tu hijo!". Ahí reaccionó. "Me di cuenta de que había perdido mucho tiempo quejándome. Sentía que en el Hogar me trataban como loca por haberle pegado una cachetada a Jesús y que no podía hacer nada para recuperarlo. Pero acá me dieron fuerzas para luchar por él. 'Yo soy su madre', pensé entonces, 'y nadie lo va a alejar de mí'".

"Yo no sé muy bien qué aprendí en Rodelillo. Ellos dicen que ahora soy más tolerante y más sensible. Puede ser, porque ahora Jesús y yo nos entendemos y nos llevamos bien. Ya no lo reto tanto, juego más con él. A veces me canso, porque habla sin parar, pero me río mucho más".

La última sentencia

El trabajo de Gloria Rosales como asistente social terminaba con el fin de la terapia, en noviembre del año pasado. En ese momento Maricarmen debería haber seguido su camino sola. Pero Gloria siguió apoyándola para que recuperara a Jesús, quien ya llevaba cinco años en el Hogar.

A esas alturas, todos los informes que evaluaban las condiciones de la madre para obtener la custodia de su hijo eran favorables. Con estos nuevos antecedentes, el caso pasó del Sexto Juzgado de Menores al Primer Juzgado de Familia.

El 4 de mayo pasado Maricarmen llegó al edificio de San Antonio con una sonrisa gigante. "Sabía que todos los informes estaban a mi favor. Pero cuando la secretaria me leyó el expediente que decía 'Jesús Rodríguez debe permanecer indefinidamente en el hogar', se me nubló la vista".

Maricarmen volvió a la Fundación Rodelillo a pedir ayuda. Gloria Rosales, incrédula, partió al Juzgado para aclarar la situación. "La misma secretaria me dijo que la jueza estaba impresionada porque nadie había resuelto esta causa antes. Todo había sido un mal entendido", relata.

Un mes más tarde, el 7 de junio, la jueza María Paz López falló a favor de Maricarmen Bruzzone, quien saltó literalmente de alegría, con todo su peso. Al día siguiente Gloria le entregó personalmente la notificación a Jesús. Tras leerla, se quedó congelado. "El mejor regalo de mi vida", suspiró.

"En Rodelillo aprendí que nada ni nadie podía negarme el derecho a vivir con mi hijo. Si hubiera pedido asistencia judicial a tiempo, todo habría terminado antes", comenta Maricarmen.

Miércoles 13 de junio. Maricarmen y Jesús van arriba de la micro que los aleja para siempre del Hogar, rumbo a los confines de Quilicura, su verdadera casa. Jesús no para de hablarle a su madre. Hasta que de pronto se aburre y se levanta, se hace un hueco entre la multitud de pasajeros y empieza a cantar a grito pelado: “¡Hace mucho tiempo que yo vivo preguntándome… para qué vivir tan separaaaados, si la tieeerra nos quiere juntaaar!”.