No iba a permitir Alan García Pérez, el grandioso, el monumental, el hombre que desplazaba el aire a su alrededor, el Caballo Loco del Pacífico, que la justicia peruana lo tocara con sus ramalazos de humillación. Como todo político acusado por pecadillos de peculio, en el peor de los casos consideraba que el suyo sería una bicoca comparado con los de los otros, con los del tiranuelo Fujimori, con los de la familia Toledo y los de la familia Humala, con el PPK que se humilló ante "los chinos", en fin, todo ese Perú de advenedizos y aficionados con el que no aceptaba comparación. Vivía, como escribió Chesterton acerca de cierto aristócrata, "demasiado a sus anchas como para dudar de sí mismo".

La determinación de matarse dice todo sobre el aprecio que García tenía por su orgullo. Como siempre en los políticos que han escalado muy jóvenes, ya no se trataba del honor personal, sino de una condición más profunda, republicana o quizás aún más remota… Cuando, en una de sus rabietas, acusó a Chile de "republiqueta", parecía oírse detrás, más que la voz del Perú, la del orgulloso Virreinato.

Fue uno de los más grandes oradores de Sudamérica y también uno de los mayores demagogos. En ambos planos solo intentó superarlo Hugo Chávez, que logró propinarle algún insulto ingenioso ("ladrón de cuatro esquinas"), pero que jamás lo derrotaría en conciencia del idioma, en profundidad retórica, en cultura política. A diferencia de Chávez, Alan García, el empecinado lector de La vida es sueño, no le temía a la muerte, sino a la indignidad.

García fue discípulo de otra de las figuras monumentales del Perú del siglo XX, el carismático Víctor Raúl Haya de la Torre, fundador de esa melaza llamada APRA, en el cruce entre el nacionalismo y el socialismo (que después inspiraría a Perón), antiimperialista, americanista, estatista, sectario, comecuras, antioligárquico, en breve, todo cuanto podía llamarse "progresismo" en la América de los años 30. Haya de la Torre, que era un mal perdedor, perdió las elecciones de 1931 y 1962 y murió en 1979, sin alcanzar a ver el primer triunfo de su invención, a cargo de su juvenil discípulo de 36 años. A la postre, Alan García no solo fue el primer presidente peruano elegido por el APRA: fue el único. Y quién sabe si la bala del miércoles no fue también el tiro de gracia para ese anacronismo político.

Su nombre se convirtió en una marca de cuatro letras, Alan, pero no porque lo buscara -eso casi nunca resulta-, sino porque en verdad fue un protagonista de la política de América Latina durante 40 años. Incluso, su apodo más insidioso viene de años lejanos: "Damien" era el Anticristo encarnado en un niño en la película La profecía, de 1976, y se hizo tan popular que una vez alguien puso "Alan Damien" en algún documento oficial del que debió arrepentirse en cosa de horas. Cuando la Internacional Socialista realizaba sus reuniones de treintañeros para mosquear a las dictaduras del continente, Alan García aparecía, con su porte imponente, su trabajada elegancia, su lengua virtuosa, como el astro de la socialdemocracia hispanoamericana. Solo le competían, por derecho propio, Felipe González, y por atrevimiento, Anselmo Sule. En estilo, nadie: el 11 de marzo de 1990, tomó un avión a Chile para estar en la asunción de Aylwin una hora después de que Pinochet había entregado el mando. Cosas de aviones.

En 1985 asumió la conducción de un Perú abatido, con agobiantes niveles de pobreza y con un galope muerto en las espaldas: Sendero Luminoso. Su programa socialista, como no es novedad, tuvo un exitazo el primer año. Después empezó a hundirse en las consignas: cesar el pago de la deuda externa, emitir sin fijarse en la inflación, expandir el gasto público, aumentar los impuestos, estatizar la banca. A ese programa desastroso, que hizo del Perú la encarnación de la "década perdida" de Sudamérica, se debe el triunfo de Alberto Fujimori en las siguientes elecciones. Si el sueño de la razón engendra monstruos, el sueño del socialismo anticuado de Alan García engendró al político más tenebroso de la historia peruana, acompañado de su némesis perfecta, el senderismo. Y el político aprista inauguró la era de los presidentes perseguidos por sus sucesores, exiliado en Colombia, derrotado y ofendido.

Cuando volvió a presentarse como candidato, en 2006, debió enfrentar no solo a la familia Humala, sino también las acusaciones de corrupción que se arrastraban desde el fin de su primer gobierno. Nunca se liberó García del mal olor del dinero público; a ratos, su simpatía dispendiosa parecía el antifaz del cinismo fiscal, simplemente porque pocos creen que un político pueda ser tan munificente sin una caja fuerte dotada de billetes y secretos. Pero se sobrepuso a todo eso y regresó a la Casa de Pizarro, esta vez con un programa modernizador ("neoliberal", le decían sus adversarios del mismo APRA), con los ojos puestos en los gobiernos de la Concertación chilena y con la decisión de lograr que el Perú creciera por las cuatro esquinas. Como Segismundo, quien ha tenido una segunda oportunidad, vive agradecido, pero no espera una tercera.

El fiscal que llegó a su casa al amanecer del miércoles, con el entusiasmo del justiciero de ocasión, habrá visto poco de esto. Su mundo llegaba hasta una orden de detención, acaso sin saber con qué agón se metía. La gran lección de Alan García es que cuando un político vuelve al gobierno lo hace mejor, o mejor no lo intenta. Eso es, probablemente, lo que sintió que sus acusadores iban a destruir. Y decidió zanjar el debate como solo lo hace un hombre demasiado a sus anchas.