Dos horas duró el encuentro entre Sebastián Piñera y Ricardo Lagos en la tarde del martes 19. Fue una de las reuniones más extensas del presidente electo en los tres días de saludos protocolares tras su triunfo en el balotaje. Para Piñera esta no era una cita casual y así se lo comunicó a su entorno. De hecho, su equipo alertó a la prensa —instalada desde primera hora del lunes de punto fijo afuera de su casa en San Damián— de que algo importante ocurriría esa tarde.

Lagos, el ex presidente, el fallido candidato, que segundos después de terminado el encuentro se dejó ver poco animado a hablar sobre los nudos que debe resolver el oficialismo, insistió en que las explicaciones de la derrota tenían que correr por cuenta de los presidentes de los partidos. El ex mandatario intentó poner sus ideas en un ambiente convulso, hostil, enrarecido, poco afable para las figuras históricas de la centroizquierda. Un panorama distinto se encontró Piñera en la centroderecha en su tercer intento por ser presidente. Chile Vamos creció, se ordenó y supo conciliar medianamente a las dos almas que conviven en su interior. No había dudas sobre el candidato Piñera, pero sí algunos temores de lo que podía pasar: la ciudadanía lo apoyará o no a pesar del odio en ascenso que despierta en algunos sectores, y más allá, con qué ideas va a gobernar, con qué elenco va a trabajar, a quiénes va a escuchar más.

El mandatario electo quiere revertir, tal como ha confidenciado entre amigos, eso de que las segundas partes nunca son buenas. Quiere un lugar destacado, tanto o mejor que el de Ricardo Lagos.

Piñera sabe que esta elección era igual o más importante que la anterior, porque la historia no sólo le dará un lugar por ser quien rompió definitivamente la hegemonía socialdemócrata post-Pinochet; también lo juzgará por el desempeño de su segundo gobierno, por la continuidad de la centroderecha en el poder más allá de cuatro años y, sobre todo, por el legado. Y eso pasa —inobjetablemente— por las banderas que tome y por las figuras que, esta vez, sí tengan espacio para tomar vuelo y no vivan bajo su sombra. El mandatario electo quiere revertir, tal como ha confidenciado entre amigos y cercanos, eso de que las segundas partes nunca son buenas. Quiere un lugar destacado, tanto o mejor que el de Ricardo Lagos.

Porque costó, pero lo logró. Fue una campaña de balotaje más áspera, pero con un resultado más holgado que el 2009, cuando Piñera en su segundo intento derrotó a Eduardo Frei. Otros tiempos, con voto obligatorio y una Concertación en el comienzo de una larga noche. Ahora los pronósticos decían que Piñera y Guillier estaban cabeza a cabeza, que la contienda se resolvía por un margen estrecho, dependiendo de cuántos chilenos llegaran a votar. El voto voluntario, el recambio de electores y el reemplazo del binominal dejaron a las encuestas y a los encuestadores offside. Nadie quería arriesgar conclusiones. Para peor, daba la impresión de que las sospechas sobre votos marcados, sin quererlo, habían acortado las distancias al mínimo. El buen desempeño en el debate televisivo, la confirmación de la gratuidad en educación y la rápida unidad de la centroderecha —con Ossandón y su derecha social— no le bastaban a Piñera, mientras que la visita de Pepe Mujica, el respaldo de Beatriz Sánchez, la alineación tardía del Frente Amplio y la postergación de los enfrentamientos al interior de los partidos de la Nueva Mayoría le daban a la opción del senador —sin hacer demasiado— una mística que en Chile Vamos habían perdido. Una mística que se vio por última vez cuando Ricardo Lagos le ganó a Lavín por menos de 200 mil votos. Esta vez era el "todos contra Piñera".

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Como en toda su vida política, Piñera confió en Piñera y en su suerte. A pesar del sorprendente resultado del 19 de noviembre, que incluyó un decepcionante 36,6% —ocho puntos menos de los proyectados en encuestas públicas y privadas—, el ex mandatario mantuvo el mismo semblante, el ánimo arriba, la sensación de triunfo, en gran medida porque la primera opción seguía siendo suya. Subir 14 puntos no era lo mismo que aumentar 28, como era el caso de Guillier. Eso sí, el entonces candidato traspasó un mensaje a los principales líderes de los partidos: no todos invirtieron las mismas energías en la campaña presidencial. Contados los votos, era indispensable apurar la unidad en la centroderecha e iniciar un amplio despliegue para instalarse en el centro. Cada minuto —y voto— contaba.

Si bien José Antonio Kast entregó su apoyo la misma noche de la primera vuelta, faltaba la inclusión de Manuel José Ossandón, su opositor en la interna y que en primera vuelta aseguró no haber votado por el ex presidente. El ex alcalde, más allá de mantener las diferencias en lo verbal, en la práctica trabajó —y mucho— por él. Piñera sabía que no sólo sus votos lo ayudarían a apuntalar su rendimiento en Puente Alto —sumó 34.724 votos más en esa comuna entre primera y segunda vuelta—, sino además podría transmitir con mayor claridad la tesis del sentido común. Lo llamó el miércoles 22 de noviembre y almorzó con él en Apoquindo 3000 al día siguiente. Dos horas de sinceridad según quienes conocieron el encuentro, en donde Piñera transó la gratuidad en educación, valoró el aporte del ex alcalde y selló el apoyo del senador por Santiago Oriente, a pesar de la mueca de disgusto de algunos dirigentes de la UDI, que optó por aplazar todos los debates para después del domingo 17. Atrás quedaron frases icónicas de la primaria: Piñera trató a Ossandón de "mentiroso profesional" y el ex alcalde replicó diciendo que al ahora mandatario electo "no lo declararon reo por lindo", en alusión a su vínculo con el Banco de Talca. Todo en calma entre ambos, por ahora.

En la derecha reconocen que, además del sentido común, influyó la rápida ocupación del centro político. La evidente distancia que tomó una parte de la DC respecto a Guillier, partiendo por Carolina Goic (que le endosó un tibio respaldo en un encuentro de media hora en un café de Peñalolén el domingo previo a la elección), ayudó a que Piñera lograra instalar que en la vereda de enfrente no sólo había desorden e inconsistencia; tampoco había certidumbres ni figuras de peso que pudieran encontrarlas.

A diferencia de Chile Vamos, en la Nueva Mayoría algunos dirigentes bajaron los brazos, optaron por no aparecer en público y, los menos, comunicaron vía carta su apoyo sin mancharse demasiado con la campaña. Muchos de los parlamentarios del oficialismo en ejercicio perdieron su escaño y les tomó tiempo asumir el golpe de la derrota. Cuando esos incumbentes entraron de lleno en una carrera que de repente, casi por azar, abrió una pequeña puerta hacia la victoria, Piñera y su gente ya llevaban varios días de despliegue en Santiago y regiones.

Ni siquiera Pepe Mujica, el "golazo" de Alejandro Guillier, según la opinión de algunos cronistas, sirvió para inclinar la balanza. Durante el discurso de cierre de la campaña de Guillier en el Paseo Bulnes, Mujica afirmó que Chile tendría que escoger "entre dos personalidades formidables". Horas antes, Piñera pidió expresamente a sus cercanos hacer las gestiones para conversar por vía telefónica —y en privado— con el ex presidente uruguayo. Algunos creían que no era necesario, pero Piñera insistió. Ambos mantienen una relación de respeto y cordialidad y, según fuentes en el equipo, aquello habría alentado a que horas más tarde, Mujica se mostrara conciliador, casi ecuánime, en el Paseo Bulnes.

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Media hora después de iniciado el conteo el pasado domingo 17, en el primer piso del hotel Crowne Plaza las cuentas eran alegres. Todas las mesas dejaban buenas sensaciones en favor de Piñera, el numeroso batallón de apoderados desplegados en todas las comunas enviaba datos positivos que se consolidaron luego de la proyección de Radio Bío-bío, que le daba al ex presidente ocho puntos por delante de Guillier. Ese fue un resultado que dio paso a la euforia. Piñera, sin embargo, esperó junto a su equipo en el piso 22, conoció los mismos datos, pero prefirió esperar hasta tener cifras definitivas. Cerca de las 19 horas, mientras Isabel Allende revelaba desde el Hotel San Francisco que "no esperaba" tanta diferencia, el mandatario electo asumió que había triunfado, que la votación era altísima e irreversible, y que, por segunda vez, se instalaría en La Moneda. Piñera había superado a Piñera.