¿Qué diablos es 31 minutos? ¿Un show infantil? ¿El mejor programa satírico de la televisión actual? Puede que las dos cosas. A estas alturas, es difícil calcular los alcances de la serie creada por Alvaro Díaz y Pedro Peirano, quizás porque los años donde estuvo ausente solo alimentaron el mito y permitieron comprender los efectos del imaginario que lo constituía. De hecho, ahora mismo, en un momento en que los canales debaten sobre qué hacer con el bajo rating de sus programas, una nueva temporada de 31 minutos se ofrece como la mejor pista sobre el estado de la televisión chilena, sobre cómo leerla, sobre qué significa.
Vamos hacia atrás: hace casi diez años, el programa fue reemplazando paulatinamente la precariedad de la temporada inicial con una precisión y un profesionalismo que excedían ampliamente el tono histérico y medio bobalicón de los programas infantiles que lo precedían. Originalmente, eso permitió que se volviese un hito, pero también que pudiésemos pensar que 31 minutos era algo más que show para los niños, aunque estos fueran su principal destinatario. Había ahí un relato que era sofisticado y que tenía demasiadas aristas, quizás porque dependía de cierta voluntad colectiva (la de Díaz y Peirano, la de Rodrigo Salinas y la Nueva Gráfica Chilena, la de Pablo Ilabaca), algo que volvía al show algo complejo y encantador, pero también inédito y entrañable.
Ahí, el delirio de cada episodio era en realidad una parodia desquiciada de los lugares comunes de nuestra cultura nacional: la molicie intelectual, el autobombo, los límites de la explotación de la imagen y el culto a la personalidad, la pompa y la falsa gravedad moral. Aquello continúa y se acrecienta en la actual temporada, que se exhibe en el prime del sábado, en el mismo horario donde Mega pone Morandé con Compañía. Por supuesto, desde ahí se amplifica la parodia.
<em>Cada sábado, 31 minutos es el mejor antídoto para lo que representa el programa de Kike Morandé, pero también, de modo extensivo, para gran parte de lo que los canales ponen en pantalla cada día: el histerismo y la violencia del noticiarios centrales, la imbecilidad cada vez más aguda de los programas de farándula, el hundimiento de los culebrones y los reality shows. Todo está ahí, sintetizado en esa media hora semanal y se desliza al lado de las canciones pegajosas, la picaresca de Bodoque y la megalomanía de Tulio Triviño o, al revés, nutren todo lo anterior para volverlo indeleble". </em>
De este modo, 31 minutos es televisión sobre la idiotez de la televisión y, como tal, aspira a ser leído en clave, estableciendo una sincronía con el presente. De hecho, hay momentos en que parece un programa político. No hay nostalgia acá. Los títeres no envejecen. Por el contrario, lucen más frescos gracias a una precisión coreográfica que es capaz de hacer del caos de cada episodio una fiesta tan candorosa como malintencionada. Por lo mismo, no es raro que Tulio Triviño exclamase, en el capítulo de la semana pasada: "Esto es un noticiero. Vivimos de la desgracia ajena", antes de que un terremoto destruyese el set. Así, la vuelta del programa no representa un retorno añorado, sino que la demostración de que es ahí, en ese extraño contrabando de ideas, historias e imágenes que solo es posible en un show infantil, la presencia de una pequeña mitología pop que se vuelve un espejo de las vidas de los espectadores.
Hay algo terrible ahí, algo que solo sucede con las mejores parodias: el obligar a releer y replantear los referentes y materiales que cita. En una televisión donde las noticieros centrales exhiben una corte de milagros (como los reportajes de Mega) o esgrimen la predictibilidad más ramplona (como la peste de notas sobre Halloween que pusieron en pantalla esta semana), 31 minutos parece casi un programa realista, como si no hubiera mucha diferencia entre las marionetas de Díaz y Peirano y la seriedad y el rigor de los rostros anclas de 24 horas, Ahora Noticias, CHV Noticias o Teletrece. Ese es el mejor efecto del show: después de volver a ver 31 minutos, todos esos programas parecen pálidas y tristes versiones de 31 minutos.