EL 25 de agosto se cumplirán 30 años del "Acuerdo Nacional para la Transición a la Plena Democracia". Al recordar ese evento, me dirijo especialmente a esa mitad de la población, que o no había nacido en 1985 o no podría recordarlo por haber sido menor de edad.

Comenzando 1985 la situación de nuestro país era dramática. Una grave crisis económica que se arrastraba desde fines de 1982 había lanzado a la cesantía a más de un cuarto de la fuerza de trabajo. La movilización social de trabajadores, estudiantes, pobladores y clase media protestando contra el régimen de Pinochet había llegado a altísimos niveles de masividad. La reacción de la dictadura, sin embargo, era de una dureza inflexible. A fines de 1984, al ya sempiterno estado de peligro de perturbación de la paz interior se había agregado el Estado de Sitio. Las radios y revistas opositoras eran objeto de implacable censura. Los actos represivos contra disidentes se multiplicaban (siendo los asesinatos de Manuel Guerrero, Santiago Nattino y José Manuel Parada en abril unos de los casos más horrorosos). Muchos pensaban que Chile se encaminaba a un callejón sin salida de irreversible odiosidad y polarización.

Fue en este terrible contexto que el entonces recién asumido Arzobispo de Santiago, Monseñor Juan Francisco Fresno, tomó la decisión de articular un diálogo entre políticos de diferentes partidos. Su esperanza era que, a partir de una conversación sin prejuicios, pudieran identificarse suficientes puntos de convergencia como para ofrecer al gobierno, a las Fuerzas Armadas y a la opinión pública una vía de salida pronta y pacífica. Su confianza tuvo respuesta. Después de varios meses de un complejo proceso de acercamiento de posiciones, donde Fernando Léniz, José Zabala y Sergio Molina actuaban como facilitadores, el grupo de dirigentes políticos arribó finalmente a un texto que concordaba un conjunto de principios para una democracia plena y proponían medidas inmediatas para agilizar la transición.

Los firmantes formaban un grupo heterogéneo. Me parece que vale la pena recordar los nombres: René Abeliuk, Andrés Allamand, Patricio Aylwin, Carlos Briones, Francisco Bulnes, Pedro Correa, Armando Jaramillo, Luis Fernando Luengo, Fernando Maturana, Sergio Navarrete, Darío Pavez, Germán Pérez, Hugo Zepeda, Gabriel Valdés, Ramón Silva Ulloa, Gastón Ureta, Patricio Phillips, Mario Scharpe y Enrique Silva Silva. Adhirieron Luis Maira y Sergio Aguiló.

La respuesta de la dictadura fue terminante. Un seco comunicado de Dinacos restó valor al texto. Pinochet no recibió al Cardenal, que quería entregarle el texto, sino hasta cuatro meses después, ocasión en la que, junto con quejarse por lo que consideraba una intervención "política" de la Iglesia Católica, planteaba la necesidad de dar vuelta la hoja. La UDI fue igualmente crítica del texto.

Lo que pudo parecer un fracaso a algunos fue, sin embargo, el germen de una nueva dinámica de consensos entre personas que habían estado históricamente en trincheras muy distintas. En ese sentido, el Acuerdo Nacional fue un gran logro que merece ser recordado.