La mente humana encierra mecanismos cuya exposición resulta sencillamente deslumbrante. Hace unos días leía ese maravilloso libro escrito por Diane Ackerman titulado Una historia natural de los sentidos, y quedaba atrapado con el relato de un viaje a un bosque de Norteamérica, al que la autora se desplazó para estudiar a las mariposas monarcas. La descripción que hace de ese bosque, donde las mariposas parecen hibernar, es soberbia: "Colgaban de las ramas de los árboles como guirnaldas temblorosas". Y agrega un dato no menor: el bosque era de eucaliptos. Entonces, para ella fue inevitable trasladarse en el tiempo a su infancia en Illinois y recordar las friegas mentoladas que le hacía su madre y las inhalaciones del vapor de infusiones de eucalipto. Ese aroma del bosque le permitía viajar en el tiempo. Lo interesante del caso es que, años después, cuando entró a una farmacia y volvió a oler el perfume del eucalipto en una crema, ella no viajó mentalmente a su infancia en Illinois, sino al bosque donde estaban las mariposas monarcas.

Con Sochi ha ocurrido algo parecido. Hasta antes de que se realizaran los Juegos Olímpicos de Invierno, el nombre de esta ciudad enclavada a orillas del Mar Negro no nos decía nada. Era lo mismo que hablar de Surgut, Pskov o Arzamas -el nombre de otras localidades rusas-; un páramo de imágenes ausente de contenido.

Pero cuando ya estamos llegando al término de la XXII versión de estos Juegos, ese sustantivo de sólo cinco letras -Sochi- se ha cargado de imágenes y personajes que hasta ayer no existían para nosotros: Darya Domracheva -la atleta bielorrusa ganadora de tres medallas de oro-, Marit Bjoergen -la noruega que en estos Juegos aumentó a diez las preseas conseguidas en toda su carrera-; las cuatro atletas del equipo de biatlón que dieron el primer oro a una Ucrania sumida en la violencia y el dolor.

Con todo, las imágenes que a mí me quedan son otras. No se me puede borrar de la mente una de las rutinas efectuadas por ese talento del patinaje artístico que es Yulia Lipnitskaya. La patinadora rusa, de sólo 15 años, que debutaba en los Juegos Olímpicos, hizo estallar en una ovación a los asistentes al Palacio del Hielo y emocionar a quienes seguimos la competencia por televisión. Fue en la final por equipos donde ella realizó, a ojo de buen cubero, movimientos de una belleza superlativa, casi impensados para cualquier ser humano que intente hacer algo arriba de dos patines. Tenía todo para quedarse con el oro en las individuales, pero un tropiezo la privó de conseguir una nueva medalla de oro.

Otro rostro que inevitablemente en el futuro evocará la mención de Sochi es el de Evgeni Plushenko. Postergado inicialmente por su veteranía -suma 31 años- y convocado finalmente al equipo ruso, Plushenko se sobrepuso a resquemores, años y lesiones -poco antes de participar pasó por el quirófano por una dolencia lumbar-, y fue clave en la obtención del primer oro ruso en el patinaje artístico por equipos. Sin embargo, al igual que Lipnitskaya, no pudo quedarse con el oro individual: una lesión lo hizo abandonar no sólo de Sochi sino del patinaje artístico en general.

Ciertamente hay otras nombres, pero cuando menos para mí -así como a Dianne Ackerman el olor del eucalipto la transportaba al bosque de mariposas monarca y a su infancia en Illinois- Sochi será la imagen de esos dos patinadores rusos en quienes se conjugaron los tres ejes no sólo de los Juegos Olímpicos de Invierno sino del deporte en general: la belleza, la gloria y la desazón.