Cuando son buenos, talk shows como Caso cerrado hacen de la paradoja su principal atributo. Si por un lado quieren presentarse como programas de ayuda social para quienes la justicia ha dejado de lado, en realidad solo brillan cuando la cámara abandona la dignidad, la mesura y cualquier clase de entendimiento para poner en escena golpes, gritos, llantos y sillas voladoras. Es la ferocidad del género, que hace del morbo una necesidad acicateada por conductores, casi siempre abogados con un peculiar sentido del espectáculo, todos profesionales expertos en una suerte de exhibicionismo rayano en el pastiche y la cursilería.
El hecho de que Caso cerrado, el talk show de tribunales conducido por Ana María Polo, haya cambiado de canal (históricamente estaba en Mega, ahora es un programa de Chilevisión) es una buena excusa para preguntarse cómo funcionan. Porque si hay algo que determina a Caso cerrado, aquello es la conciencia absoluta de la doctora Polo de su rol de ícono pop, algo que descansa en una extraña mezcla en la empatía y autoritarismo que exhibe. Cualquier verosimilitud es sacrificada en aras de la fabricación de un freak show, como si con los años el programa requiriese materiales más pesados para desplegar las historias que muestra en pantalla. Así, si hace unos meses, cuando aún estaba en Mega, era posible ver el caso de un hombre al que una ex le había tatuado la palabra "Infiel" en la frente y la expresión "Perro sucio" en la nalga, el primer episodio de su nueva temporada en Chilevisión se abría con un muchacho transgénero que le reclamaba ingratitud a sus padres mientras esperaba convertirse en una celebridad. Ante muchos de esos casos, donde el amor es algo que no tiene demasiada diferencia con la violencia, la conductora habla desde una altura moral que quiere presentarse como experiencia vital, pero que en realidad es solo una especie de sentido común hipertrofiado y expansivo, el histrionismo de alguien que se ha vuelto una caricatura que no puede dejar de ser tal.
Pero esto no es novedad. Mal que mal, Caso cerrado lleva demasiados años en pantalla. Así, sabemos cómo es; conocemos su sentido del espectáculo.
Lo interesante es ahora verlo en Chilevisión, un canal que ya tiene su propio programa de tribunales local, conducido por Carmen Gloria Arroyo.
Arroyo, quien llegó a la televisión después de haber representado a clientes como Rodrigo Orias y Gemita Bueno, ha escogido desde hace un rato volver a La jueza un show de servicio social donde se escenifican las situaciones límites de nuestros juzgados de familia: pensiones alimenticias, abandono de todo tipo, violencia intrafamiliar. Más allá del maquillaje inverosímil con el que disfrazan a demandantes, demandados y testigos, La jueza es un programa de baja intensidad, pero cercano, discretísimo en recursos, pero que justamente registra ciertas tensiones cotidianas sin estridencia, como si fuese la última salida de quienes asisten a él buscando soluciones afectivas o reales.
En cualquier caso, ambos programas derriten la barrera entre lo privado y lo público hasta hacerla indiscernible y viscosa, por más que tengan barniz de servicio público con el que venderlos superficialmente como un aparato de justicia para quienes han quedado fuera del sistema.
Al revés, lo que importa es que en ellos es posible entrever la política de la programación del canal, el horizonte que lo define, que quizás es la falacia de que todo puede aparecer en la televisión, de que todo es carne de la máquina del entretenimiento. Sin ir más lejos, basta pensar en el hecho de que el opening de Caso cerrado sea un reggaeton cantado por la doctora Polo. Es una canción malísima pero efectiva. Una canción que solo puede cantar alguien a quien la tele le permite todo. Así, Polo, jueza y anfitriona, no sólo confirma el estatus de estrella latina del trash sino que subraya el hecho de la que el único testimonio que le interesa escuchar mientras agita su martillo en su programa es el de ella misma.