Durante los primeros 100 días del gobierno de Bachelet, la "desigualdad" se ha ubicado en el centro del debate. Más allá de las legítimas diferencias de opinión respecto al detalle de las reformas planteadas, a las que me he referido en columnas anteriores analizando las mejoras requeridas, lo cierto es que la sociedad chilena exige una mayor justicia social.

Ya no bastan la caridad, los programas focalizados y el combate a la pobreza absoluta. La ciudadanía requiere avanzar hacia una mayor justicia, derechos sociales, reformas estructurales y políticas redistributivas. Algo bastante sensato y normal para un país en desarrollo y, más aún, para uno OCDE como el nuestro. Algo que sólo puede ser visto como una aspiración irracional y radical en un país tan desigual y conservador como Chile. Donde hemos transformado la aberración en total normalidad; donde estamos dispuestos a sacrificar, en nombre de la ´estabilidad´ -o mejor llamado statu quo-, la ´sustentabilidad´ social, económica y política del país.

En este contexto, la derecha conservadora se encuentra aún confundida y muy molesta. Aún confundida, pues no logra entender ni descifrar las fuentes del descontento social con este ´modelo´ que lo ha dado ´todo´. No logra dimensionar adecuadamente la importancia de reducir la desigualdad entre los chilenos. Es más, esta ´problemática´ pareciera ser una exageración de la izquierda, un mito urbano. A su favor, algunos dirían que esto es esperable. Según el pensador y historiador francés del siglo XIX, Alexis de Tocqueville, ´cuando la desigualdad de condiciones es la ley común de la sociedad, las más marcadas desigualdades no saltan a la vista´. En otras palabras, algunos sectores de la sociedad chilena se han vuelto ciegos ante nuestra propia realidad cotidiana. Posiblemente esto se debe a un fenómeno que los sociólogos llaman homofilia: la tendencia a relacionarnos mayoritariamente con personas similares a nosotros mismos (es decir, de nuestra misma clase social). Como resultado, no somos capaces de percibir la desigualdad real, ya que nos quedamos anclados en nuestro entorno próximo (barrio, universidad, trabajo, etc.) y desde allí extrapolamos y proyectamos nuestra visión del mundo.

Pero la derecha no sólo está confundida, está también muy molesta, pues el foco del debate ya no se centra en los pobres, sino que en los más ricos. De acuerdo a Jovino Novoa, Presidente de la Fundación Jaime Guzmán, todo esto se trataría de un ideologismo o intento de distraer y confundir a la ciudadanía de lo importante: el crecimiento económico. Según su diagnostico1, ´el crecimiento del país dejó de ser prioridad. La consigna ahora es la igualdad, aunque haya que nivelar para abajo´.

Ante este escenario, cabe preguntarse si ¿existe realmente en Chile una concentración de riqueza extrema, digna de preocupación y vergüenza, o será esto un mero cuento o artilugio de la izquierda? ¿Afecta esta concentración de ingresos a la gente en sus vidas y problemas reales? ¿Será que esta desigualdad es el precio a pagar por el desarrollo, es decir, algo inevitable? Seamos serios, veamos la evidencia.

Todos los estudios de distribución de ingresos -nacionales e internacionales- demuestran que la desigualdad en Chile es extrema. Entre aquellos destaca el estudio realizado por investigadores de la Facultad de Economía de la Universidad de Chile (López, Figueroa y Gutiérrez, 2013). Sus conclusiones son claras: en relación al PIB, la elite chilena es la más rica del mundo2. Considerando las ganancias de capital, el porcentaje de los ingresos totales del país que son acaparados por el 1% más rico de los chilenos es 31%. Esto es objetivamente un valor muy alto. En Estados Unidos el 1% más rico se lleva el 21% de los ingresos nacionales, en Canadá 15%, Alemania 12% y Suecia 9%. Es más, en nuestro país el 0,01% más rico (tan sólo 1.200 individuos) acapara 10% de los ingresos nacionales. Esto es el doble que en EE.UU., cinco veces más que en Canadá, siete veces más que en Suecia. Conclusión: se equivoca Novoa. No se trata de ideologismos, sólo se trata de ser serios y estar dispuestos a actuar sobre la evidencia que existe.

Pero hasta aquí muchos dirán que la concentración de ingresos da un poco lo mismo. Lo importante son los pobres. La preocupación por los ricos es sólo un tema de envidia o resentimiento social. Pero la realidad es otra. La verdad es que existe evidencia internacional contundente (por ejemplo, Palma (2006)) de que la mayor concentración del ingreso en la parte superior de la distribución, se relaciona estrechamente e inversamente con lo que ocurre en el 40% más pobre. Es decir, cuando el 10% más rico acapara una mayor proporción del ingreso nacional, el 40% más pobre recibe menos. No así la proporción que recibe la ´clase media´ (quintiles 3 y 4), que tiende a mantenerse más estable.

Parece haber una gran preocupación por saber si la economía crecerá al 3% o al 4%, pero una escasa preocupación de estudiar quién se beneficiará de ese crecimiento. Por supuesto que sería absurdo desconocer la importancia fundamental que tiene mantener un alto ritmo de crecimiento económico. Sin embargo, este no sirve mucho cuando la mayor parte se acumula en el 1% más rico. Un ejemplo para ilustrar este punto. El destacado economista de la Universidad UCBerkeley, Emmanuel Sáez, ha estimado que en EE.UU. el 1% más rico acaparó el 95% del crecimiento total de los ingresos experimentado desde 2009, es decir, posterior a la crisis financiera.

Pues bien, aún así algunos dirán que esta desigualdad es inevitable e incluso necesaria para desarrollarnos. En esto los economistas no hemos ayudado mucho a derribar estos mitos. Es más, los hemos creado. Vilfredo Pareto, utilizando los escasos datos disponibles en su época (fines del siglo XIX), determinó que la distribución de ingresos en la sociedad seguía una regla casi inevitable denominada popularmente como la ´regla del 80/20´. Es decir, que el 20% de la población se llevaba el 80% de los ingresos, independiente del marco institucional vigente en cada sociedad. La desigualdad era una ley natural inamovible. Esto cambió posteriormente con la famosa tesis del economista Kuznets (1955), quien argumentaba -nuevamente limitado por los datos disponibles- que la desigualdad del ingreso aumentaba a medida que los países se desarrollaban y sólo descendería al alcanzar el umbral del desarrollo. Por lo tanto, si bien la desigualdad no era fija, sí lo era su trayectoria. Esta nueva ´ley´ significaba que no era adecuado ni productivo preocuparse por la desigualdad, ya que era algo determinado por las condiciones de mercado y el nivel de desarrollo. Esta tesis es la que está detrás de los planteamientos de la derecha local. Sin embargo, hace mucho tiempo que la tesis de Kuznets está desacreditada gracias al aumento substancial de la calidad y cantidad de datos longitudinales disponibles. Hoy sabemos que la desigualdad no es fija ni sigue un patrón preestablecido. La desigualdad la determina cada sociedad de acuerdo a la característica de las instituciones que posee: nivel de progresividad del sistema tributario, existencia de derechos y seguros sociales, capacidad real de negociación por parte de los sindicatos y adecuada regulación de los mercados, entre otros.

En conclusión, más allá de nuestras legitimas diferencias, debemos decidir si queremos seguir siendo un país bananero, donde prima la ley de la selva, o si queremos avanzar hacia un desarrollo realmente democrático e inclusivo. Confío en que estaremos a la altura del desafío.

Columna de opinión en La Tercera (14.06.2014).

Teniendo en cuenta alrededor de 25 países para los que existe información comparable.