La zona confortable

¿De qué trata este regreso del ex guitarrista de Pink Floyd, a nueve años de su última pasada por el estudio como solista? David Gilmour retrata un día y, por los resultados, su jornada es más bien apacible, propia de quien va de vuelta y ya vivió etapas de mayor movimiento y efervescencia creativa. A los 69 años en plena tercera edad, su jornada comienza temprano, más bien madruga. Así la primera canción se llama 5 A.M., un prólogo instrumental de mullidos sintetizadores cruzado brevemente por el característico sonido del músico inglés, la perfecta combinación entre raíz blues y el tono único -pulcro, punzante-, que consigue de la Fender Stratocaster.

Aunque ha pasado casi una década del soporífero On a island, Gilmour repite varios movimientos, partiendo por la lista de invitados, amigos célebres como el pianista y presentador de televisión Jools Holland, David Crosby, Graham Nash, Robert Wyatt, y el miembro de Roxy Music, Phil Manzanera, quien además co-produce el álbum. Su esposa Polly Samson, novelista y periodista, se encarga de varias letras, tarea en la que ha estado involucrada desde The division bell (1994) de Pink Floyd.

Así Rattle that lock se mueve entre aquel pasaje introductorio ambiental y suaves curvas de rock en medios tiempos, jazz, y algunos toques orquestales. La canción que da nombre al álbum se guía por un pulso cuadrado, sutiles adornos de órgano Hammond, los coros femeninos con alma soul que Gilmour importa de su ex banda, y una suave cadencia guitarrera. Nada mal pero tampoco llama la atención, hasta que al minuto y medio comienza el solo de guitarra, el terreno donde es imbatible: la tensión, la ductilidad, el sentimiento de quien consigue extraer de las cuerdas una belleza única. Esa mecánica se repite en el resto del disco. Nunca asoman gestos de más o algo parecido a un tropiezo, solo evolucionar sobre zonas confortables, los amigos de siempre, el sonido habitual, los suaves interludios. Face of stone juguetea con un tiempo de vals y cierta teatralidad en la voz que recuerda, vaya, ligeramente algo del tono de su ex camarada Roger Waters. Y nuevamente lo mejor del corte es el solo de guitarra. Ese carácter como de musical y drama se reitera en Dancing right in front of me y In any tongue, mientras The girl in the yellow dress se inclina por el jazz, por cierto agradable e inofensivo.

Definitivamente será un reto a la paciencia para quienes asistan a su concierto en el Estadio Nacional el 20 de diciembre. Esperar que estas canciones pasen lo más rápido posible, a la espera de sus grandes clásicos junto a Pink Floyd. No es un trago amargo, pero adolece de verdadero sabor.

Viejo zorro

Uno de los grandes sobrevivientes de la música popular del último medio siglo vuelve como solista a 23 años de Main offender y desempolva sus pasiones de siempre: el rock con olor a azufre y sustancias, el blues, el country y el reggae. Si con The Rolling Stones Keith Richards suma varios lustros apoyándose descaradamente en las habilidades de su compadre Ron Wood, acá es un gusto escucharle nuevamente encarando guitarras eléctricas y acústicas. Desde que abre fuegos con el tema homónimo, donde se bate solo con el instrumento a leña, Richards recupera el fuego. Y aquello se extiende a su voz, resquebrajada hace mucho. Se luce en el reggae Love overdue, el coro de la rockera Trouble se graba rápido en la memoria, y se arrastra como serpiente en Nothing on me. Bluseando la rompe en Blues in the morning, enlaza gospel y rock en Something for nothing, y se vuelve taciturno en Illusion y Just a gift. Goodnight Irene se refugia en los sonidos del medio oeste que se colaron en su ADN guitarrero desde Beggars banquet (1968). La ruda y cachonda Substantial damage (tremenda batería) suena a Jon Spencer, que a su vez respira Stones por cada poro. Quizás sobran algunos temas, pero de que al hombre le queda cuerda, no hay duda.