Su esposa Polly Samson dice que debiera responder las entrevistas con la guitarra, que allí radica su elocuencia. Tiene razón. La monumentalidad depende del enfoque y la expresividad de las habilidades que se conserven. El debut de David Gilmour en Chile la noche del domingo en el Estadio Nacional repleto hasta la última fila, inevitablemente competía con las visitas de su ex compañero en Pink Floyd y eterno antagonista, Roger Waters. Y son dos puntos de vista distintos y distantes. Si el ex líder aún pone énfasis en los despliegues teatrales, espectaculares, casi circenses, junto a una banda abarrotada donde las voces se multiplican para soslayar los baches de su garganta -una especie de museo sobre su obra curado en detalle-, Gilmour relega todo aquello para concentrarse en la música. Entonces deja que su dominio de las seis cuerdas sea el pivote, y luego la voz, bastante más entera y poderosa en directo que en su último álbum de este año, el discreto Rattle that lock, motivo de su gira por Latinoamérica con un montaje que no se aleja demasiado de lo que hizo en los dos últimos tours a la cabeza de Pink Floyd, a fines de los ochentas y mediados de los noventas.
Desde que encendió la noche con los sonidos ambientales, propios de la amanecida de 5 A.M., la pieza instrumental que inaugura la obra, fue la guitarra la que copó cada esquina del estadio. La perfección del sonido era tal que se podía apreciar la tensión de las cuerdas, el ataque de la uñeta y el aullido amplificado, como si se tratara del graznido de una gaviota que evoluciona hasta convertirse en una especie de sirena melancólica y seductora, un efecto singular que, entre otras habilidades, tiene a Gilmour instalado hace décadas como uno de los mejores en su puesto de todos los tiempos.
La banda cumple absolutamente con los estándares floydianos, interpretación compacta, maciza, apabullante. Run like hell por ejemplo, el remate antes del bis, resultó demoledora, con cada instrumento hilvanado en torno a ese riff muscular y definitivo. O el arranque de la segunda parte del concierto tras el intermedio, con Astronomy domine, cuando la pantalla circular disparaba ráfagas multicolores, un bombardeo caleidoscópico mientras los músicos simplemente arrollaban todo a su paso en esa suite sicodélica con su trama melódica en espiral descendente, mientras el público se mantenía absorto, el estado dominante de la cita.
Porque la gente que asistió al Estadio Nacional reaccionó y vitoreó cuando debía, pero la mayor parte del tiempo permaneció silente, asombrada, gozando cada nota, cada compás, sujetos a una clase en vivo de canciones tremendas como Us and them, Money, Wish you were here y Comfortably numb. Su esposa tiene razón. La elocuencia de David Gilmour no radica en la palabra, tampoco en cuantas luces disponga, sino en la elasticidad de su interpretación, la fluidez del sonido, el aplomo para interpretar unas canciones que pasaron a la historia.