VIVÍ 8 años en la Cuba de Fidel. Pero su marca en mí es más prolongada y profunda que eso. Formo parte de una generación marcada a fuego por la Revolución Cubana, para bien y para mal. Como le ocurre a Leonardo Padura, autor de "El hombre que amaba los perros", esa Cuba de Fidel despierta en mí amores y dolores.
Amores, porque el triunfo de la Revolución Cubana fue el nacimiento de la esperanza de miles de latinoamericanos, especialmente de jóvenes como yo, de que era posible un mundo luminoso, para nuestro tiempo, en nuestro continente. Si uno se atrevía. Fueron tiempos de esperanza. Amores más especiales en mi caso, porque Cuba me fue hospitalaria cuando Chile se hizo inhóspito no solo para mí, sino también para mi mujer y mis hijas. Más tarde, porque en Cuba viví tiempos donde aun existían esperanzas en el futuro colectivo y conviví con un pueblo amable, en el sentido que da a esa palabra Silvio Rodriguez - "digno de amor" - que aceptaba lo poco material a pesar de su hedonismo sensual, a cambio del compartir, gozar, cantar, bailar y solidarizar. También cariño porque en los tiempos de la renovación socialista, que obviamente al PC cubano no gustaba, contrastó su respeto y ausencia de cualquier restricción, con la odiosidad de otros chilenos que vivían en La Habana, más papistas que su Papa, derrotados después en Chile, y que veían como una traición a esa renovación socialista que, con el centro político, supo terminar con la dictadura.
Dolores también. La Revolución dio dignidad y orgullo patrio a una Cuba de tardía independencia de España derivada en dependencia de EE.UU., bananera y prostibular, en el 1959 del triunfo de la Revolución. Pero, poco a poco, fue trocando en esclerosis autoritaria y burocracias verbosas, incapaces de forjar independencias sin tutores. Lo dice, a nivel de la indignidad, ese "período especial" que evidenció la incapacidad de vivir por sí misma y su vital dependencia, primero de la URSS, más tarde de Venezuela y recientemente de las esperanzas, al parecer fugaces, abiertas por Obama. El dolor también por la siembra de sangre y huesos jóvenes en un continente donde el camino propiciado desde La Habana e inaugurado por el Che, detonó esa misteriosa atracción del ser humano por el fracaso cuando adquiere tintes de martirologio. A toda mi generación en todo el continente, hay que decirlo, fue una opción que nos interpelaba. La última elección en Nicaragua es epílogo bufo de ese fracaso. Es triste por último, la transformación de esa revolución joven en la senilidad de un régimen resabio de un siglo XX ya muerto, encabezado por ancianos que el próximo primero de enero de 2017 cumplen 58 años en el poder.
Fidel es la figura política más relevante de la izquierda latinoamericana del siglo XX. Allende lo fue de la izquierda chilena. Me pregunto al escribirlo si la de Allende no terminó siendo una mejor muerte que la de Fidel. El nuestro murió, pero sus herederos pudimos volver a ser constructores de futuro. La historia nos dio esa rarísima segunda oportunidad y construimos un país, como siempre inacabado, pero mejor al que recibimos. Nos ayudó estar arropados por la imagen de quien fue ante todo irreverente con los credos sagrados de la izquierda de su tiempo y combatiente en el puesto y lugar donde lo había puesto su pueblo. Fidel muere de viejo, en la obstinación de lo que ya había muerto antes que él.
El pueblo cubano es demasiado fuerte, creativo, emprendedor forjado en el desafío cotidiano de sobrevivir y ser feliz en la tarea, como para encadenarse a lo que muere. Creo que tendrá un gran futuro si no olvida los legados de Fidel. El bueno, de que hay que atreverse para lograr lo que parece imposible. Y el malo, que fue escucharse más a sí mismo que a las voces del mundo, de su pueblo y de los tiempos, manteniéndolo aherrojado a gerontocracias ideológicas y biológicas, así como a ideas y miserias a las cuales un grueso de la humanidad ya no tiene por qué someterse.